Apaga la memoria cromática en tiempos donde todo parece uniformarse, recolorear el mundo puede ser un acto de resistencia, de ternura, de reencuentro.
PENSAMIENTO OPACO
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Natchaieving Méndez

Recuerdo los años 80 como una paleta abierta de colores. Aunque el proceso de transformación del pensamiento ya estaba en marcha, las fachadas multicolores, las cintas en los cabellos y ni hablar de las edificaciones antiguas que conservaban los ornamentos, vitrales, las líneas que hacían cada construcción particular.

Las calles regalaban una multiplicidad de formas y pigmentos. La arquitectura, como la ropa, los objetos, lo que se percibía en la televisión y en el cine, parecía estar siempre de fiesta. Hoy, en cambio, el paisaje parece haberse rendido al vacío: líneas rectas, tonos neutros, estructuras repetidas. El gris, el blanco y el negro dominan tanto las edificaciones como los electrodomésticos, los vehículos, los atuendos. Aunque existen pequeñas locaciones en resistencia, la ciudad se ha vuelto monocroma, y con ella, la mirada.

Y tal como se percibe la ciudad, la humanidad pareciera ir por ese rumbo: automatizado, enfocado en problemas individuales, como aquellos dibujos animados en los que se le colocaba una nube en la cabeza a las personas con un manojo de líneas enredado. Es cuando surge entonces la respuesta de todo este cambio, la transformación no es solo visual: es una forma de pensamiento.

La simplificación de las formas y la reducción cromática no responden únicamente a modas o tecnologías, sino a una lógica más profunda que organiza el mundo desde la eficiencia, la rentabilidad y el control. Lo que antes se diseñaba para el disfrute, la trascendencia o el vínculo con el entorno, hoy se proyecta desde la lógica del mercado. Y en ese tránsito, lo que se pierde no es solo el ornamento o el color, sino la posibilidad de imaginar espacios que celebren la vida, la diferencia y el buen vivir.


DE LO SIMBÓLICO A LO FUNCIONAL

Al consultar a la arquitecta Fabiola Velasco sobre el tema, ella lo explica muy claro: la arquitectura, como “una de las artes más antiguas de la humanidad”, siempre ha respondido al orden y adaptabilidad del entorno en el que se desarrolla. Su variación obedece a razones complejas, históricas, sociales y culturales.

“Entre la estética y la funcionalidad integradas al conocimiento del diseño, la ingeniería y el urbanismo, se crean los espacios y edificios para satisfacer las necesidades humanas. Todo esto va de la mano del momento histórico donde se produce el hecho arquitectónico, es decir, también da respuesta a la trama de relaciones sociales, políticas y culturales propias de la sociedad en general a la cual se proyecta”, resalta.

Su reflexión responde a la interrogante del cambio, pues el lenguaje arquitectónico responderá a circunstancias que traspasan “lo bonito” que alguien puede buscar en una construcción. La estética y la forma de las edificaciones se dibujan desde el contexto, el tiempo y la intención en la que son concebidas.

“Las civilizaciones representan su cosmogonía a través de símbolos, donde la arquitectura sirve como medio para expresarlos y comunicarlo”, recalca Velasco. Lo que hasta la actualidad hemos conocido arquitectónicamente en Nuestra América responde a un patrón globalizado, importado desde la invasión española de 1492, y expresado bajo “el modelo eurocéntrico y desde la experiencia histórica de la mal llamada historia universal”.

La investigadora patrimonial puntualiza cómo la arquitectura barroca desarrollada entre los siglos XVI y XVII, cambió de acuerdo a la transformación de la dinámica social. Así se pasó de edificios con preponderancia en lo exuberante, el dramatismo y al movimiento a una estética más práctica y adaptada a las exigencias del mercado. “Como todo en la vida, las artes y los lenguajes cambian: son testigos de un tiempo, una forma de vida y un pensamiento”, resalta.

LA CIUDAD QUE SE PLIEGA AL MERCADO

Con la llegada del siglo XX, la arquitectura se transformó radicalmente. La innovación tecnológica, el uso de nuevos materiales y las ideas contemporáneas impulsaron una estética que buscaba otros lenguajes de expresión. “Uno diseña y proyecta con la idea de que la obra trascienda, se mantenga por siglos, que sea útil. Creo que el problema obedece al campo de la industria de la construcción, cuando la razón en sí misma de la construcción se mide solamente desde el punto de vista del mercado”, advierte Velasco.

Cuando se concibe una vivienda, se parte de la concepción de cómo se quiere vivir y cuál es el ideal de bienestar. Sin embargo, el mercado inmobiliario impone parámetros orientados por la ganancia, muchas veces en contradicción con esas concepciones previas.

Esta lógica se evidencia especialmente en las ciudades con alta densidad poblacional. Desde principios del siglo XX, la arquitectura ha buscado “la simplificación de las formas, la ausencia de ornamentación y sobre todo un enfoque muy funcional”. La ciudad se dividió en zonas comerciales, residenciales, industriales, con una sobrevaloración del valor de las tierras urbanas. “Mientras ocupo un terreno con más densidad, mayor va a ser la plusvalía”, detalla la investigadora.

Así, en lugar de desarrollar conjuntos de baja densidad para el disfrute cotidiano, se densifica el territorio al máximo mediante edificios de altura y apartamentos pequeños. La transición de una arquitectura simbólica hacia una estética utilitaria no es solo una evolución técnica: es el reflejo de un pensamiento que organiza nuestras ciudades desde la rentabilidad.


CROMOFOBIA Y MONOCROMÍA

Este mismo pensamiento se extiende al color. David Batchelor, en su libro Chromophobia, resalta que en la cultura occidental el color ha sido asociado con lo infantil, lo femenino y lo irracional. El color se ha percibido como algo secundario frente a la forma, incluso como un exceso hedonista. Jean Baudrillard, por su parte, advierte que los objetos disponibles en muchos colores se perciben como menos auténticos. El modelo de lujo encarna la unidad, la armonía, la sobriedad.

Desde esta lógica, la diferencia se convirtió en lujo, y el lujo en exclusividad. La industria aprendió a monetizar a quienes desean salirse del patrón monocromático y convirtió el color en un privilegio. Basta visitar una tienda de electrodomésticos y comparar el precio de una cocina blanca con una de color rojo o azul.

La neutralidad cromática se ha convertido en estrategia de homogenización global. Un estudio del Science Museum Group del Reino Unido, que analizó 7.000 objetos cotidianos entre 1800 y 2020, reveló que desde los años 80 el blanco, el negro y el gris comenzaron a dominar, ocupando cerca del 50 % de los artículos en 2020.

¿Cuál es la razón para que el paisaje se apague?. Son muchas, pero no solamente se debe a las exigencias del mercado. La contaminación, el crecimiento urbano, la luz artificial y la virtualidad también han contribuido a la pérdida de color. Las emisiones de gases y partículas enturbian el aire y dificultan la percepción cromática.
 
Las ciudades han desplazado los paisajes naturales: el concreto gris ha solapado la paleta de las flores, los edificios altos han borrado el azul del cielo. Las pantallas, además, alteran nuestra percepción visual, privilegiando el brillo sobre el color y desconectándonos del entorno físico.

La pérdida de color tiene implicaciones psicológicas y sociales: influye en el estado de ánimo, genera anonimato y uniformidad. Además, esta realidad afecta el equilibrio ecológico, pues los colores son esenciales para la comunicación, adaptación y reproducción de las especies.

Incluso las celebraciones culturales patrimoniales han sido alcanzadas por esta estética del vacío. El Día de los Muertos en México, tradicionalmente lleno de flores, papel picado y pigmentos intensos, ha sido invadido por “tendencias” que promueven el uso exclusivo del naranja y los tonos pasteles.

EL COLOR COMO RESISTENCIA

¿Realmente se está perdiendo el color?. Fabiola Velasco lo contesta con lucidez: “La naturaleza tiene sus propios colores. Las hojas de los árboles son verdes, el cielo y el mar son azules, la tierra es marrón. Los materiales de construcción provienen de ese mundo natural: maderas, metales, rocas. El concreto, por ejemplo, tiene un color hermoso en su estado puro, sin acabados superficiales”.

No obstante, refiere, también están las aspiraciones, los gustos, las modas que imprimen color a la arquitectura desde la subjetividad, el arte o la cultura de un lugar. “El trópico invita a la fiesta del color, su entorno natural es vibrante, a diferencia de otras zonas climáticas donde la gama no es tan intensa”, menciona y nos permite concluir que no todo el mundo se apaga, no todo está perdido.

La reflexión que queda sobre la mesa es que tal vez no se trata solo de recuperar el color o las formas adornadas y rimbombantes que en una época tenían las edificaciones, la realidad conduce a recuperar el sentido. Es urgente mirar con ojos menos domesticados por la lógica del mercado, menos entrenados en la neutralidad estética que nos promete orden mientras nos arrebata diversidad.
 
El color no es un adorno: es memoria, diferencia, lenguaje propio. En tiempos donde todo parece uniformarse, recolorear el mundo puede ser un acto de resistencia, de ternura, de reencuentro. Crear espacios en los que prevalezca la posibilidad del contacto social, del encuentro comunitario, que estimule el acto de compartir entre iguales, es escudo poderoso ante la implosión social que está llevando una visión individualista en la que la lógica del mercado prevalece sobre los procesos de preservación de la especie.

Urge entonces imaginar y crear espacios coloreados de vida, diversidad y desde la alegría en defensa colectiva.



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