Hernán Quiroz Plaza
A veces la vida pide pausa, incluso para aquellos que parecen sostener el mundo con su voz en el banco. Miguel Ángel Russo caminó estos últimos años entre expectativas, tratamientos, recaídas y ese deseo de seguir dirigiendo a pesar del dolor. No fue una caída repentina, sino desgaste gradual. Su diagnóstico cambió el guion de su vida y el cáncer entró en escena como ese rival que tal vez no podría vencer, pero sí convivir con él. Desde ese momento —y aun antes de que muchos lo supieran— Russo comenzó a vivir distinto, con cautela, silencios más largos, intervenciones médicas y altibajos. El fútbol seguía siendo su refugio y esa llama de ilusión que lo mantenía con vida en medio del dolor.
La historia clínica de Russo se remonta a 2017, cuando dirigía a Millonarios en la Liga Colombiana. Ese año le diagnosticaron un cáncer de próstata, y al operarlo se descubrió que tenía también un tumor en la vejiga. Aun bajo tratamiento, decidió seguir al frente del equipo, alternando sesiones de quimioterapia con compromisos profesionales. En una entrevista, dijo que horas antes de los partidos de la gran final, el 31 de julio de 2017, había tenido que someterse a quimioterapia. Pero hasta entonces era una batalla que llevaba solo, solo su círculo más cercano lo sabía. A los pocos meses fue operado. En 2018 comenzó un tratamiento riguroso con quimioterapia y sesiones periódicas de control. Los hinchas lo vieron reaparecer con el rostro más delgado, pero con la misma mirada de siempre, la del hombre que sabía que dirigir también podía ser una forma de sanar. “Mi enfermedad requiere siempre atención, no la podés descuidar”, dijo entonces, casi como una confesión.
Su historia se volvió símbolo en Millonarios, el club donde vivió algunos de los años más duros del tratamiento. Entre vuelos a Buenos Aires y controles médicos, llevó al equipo a la conquista del título del torneo de finalización y la Superliga en 2018. En 2020 regresó a Boca Juniors, el lugar donde alguna vez había ganado la Copa Libertadores. Y allí, en la Bombonera, volvió a vivir con la pasión como antídoto. Las cámaras lo seguían a todos lados. El paso lento, la voz firme, el gesto sereno. Sabía que el cáncer no se va del todo, que solo se apaga por ratos. Pero también sabía que podía ganarle tiempo.
El 2024 lo encontró con la enfermedad controlada, aunque el cuerpo pedía pausa. Incluso admitía: “Esta enfermedad no se cura, se mantiene. Hay que atenderla siempre”. Fue una frase honesta, sin dramatismo, con la naturalidad de quien aprendió a convivir con el dolor sin dejar de mirar al frente. Ese año ya había tenido algunos internamientos por infecciones y cuadros de debilidad, pero aún asistía a entrenamientos, seguía partidos desde casa, daba indicaciones por teléfono. En septiembre de 2025, Russo pidió licencia médica. Tres hospitalizaciones en menos de un mes revelaban que algo ya no iba bien. Las complicaciones por una infección urinaria, consecuencia habitual en pacientes con cáncer de próstata avanzado, lo llevaron al Instituto Fleni, donde pasó sus últimos días. Su cuerpo ya no pudo más.
¿Cómo hacer para que todo el mundo te quiera…? La fórmula se la llevó Miguel Ángel Russo al otro mundo. Estuvo exactamente cincuenta años en el fútbol, 14 como jugador, 36 como técnico. En un ambiente complicado, ultracompetitivo, inundado de egos y serruchos, de individualismos y mezquindades, se fue sin un conflicto, sin una bronca con alguien; no se le recuerda una declaración en contra de nadie, una salida inelegante de algún club.
En el último filtro de la lista para el Mundial México 1986, Bilardo lo excluyó, pero jamás un reproche para el técnico. “Me dejó afuera y me pareció justa su explicación. Carlos me dijo que lo iba a odiar y a insultar, pero me avisó: ‘El día que seas técnico te vas a dar cuenta’. Tenía una razón muy grande. Todo lo que me decía después era la realidad”. Se perdió de ser campeón del mundo, pero tragó saliva y se cosió la boca. En 2008, tras la renuncia de Alfio Basile a la selección argentina, lo llamaron una noche para anunciarle que era el nuevo técnico de la celeste y blanca. Descorchó un champán. A la mañana siguiente le avisaron: “No vas; va Maradona”. Otra vez a masticar piedras, pero en silencio. Nunca una queja a Grondona. Y siempre la sonrisa. Hay miles de fotos suyas: es raro encontrarlo con un gesto destemplado en alguna.
Es verdad, no hay muerto malo, pero Miguel era especial. Tanto que lo despidieron con afecto todos los hinchas del fútbol. Lo amaron entrañablemente los de Boca Juniors, Rosario Central, Estudiantes de La Plata, Lanús, San Lorenzo, Vélez… Los de Millonarios de Colombia, que desfilaron en el velorio en la Bombonera con coronas de flores y cánticos. Se entiende: en todos fue campeón. Pero lo querían los de equipos en los que nunca estuvo. Miles de mensajes en las redes de gente de River Plate, Independiente de Avellaneda, los comunicados embebidos de respeto de todos los clubes, los minutos de silencio en los partidos… Y sin haber sido un ídolo como jugador. Se consagró ídolo como gente. Se va dejando una estela de señorío inigualada.
“QEPD. Siempre nos respetó. Tipazo”, de Matías, uno de los miles de riverplatenses que lo despidieron en los foros. “Hoy no hay colores ni rivalidades. Se fue la persona más querida del fútbol argentino”, otro de la Banda Roja. Así todos. Tuvo tres grandes amores: Estudiantes (jugó catorce temporadas), Boca (lo dirigió en tres ocasiones), Central (cinco veces) y desarrolló un cariño inusual por Millonarios en el corto tiempo que estuvo. Murió en funciones. Aguantó con estoicismo oriental el dolor, los tratamientos, la debilidad y, lo peor, la decadencia de su cuerpo y el tormento de la mente cuando te sabes en manos de Dios.
¿Qué era Miguelo como jugador…? Un cinco muy correcto, de notable aplicación táctica, la prolongación de Bilardo dentro del campo; ordenaba a todos, cortaba juego y la daba rápido a los que más sabían. Tenía tres cracks delante de él: Ponce, Trobbiani y Sabella. Él iba con la escoba y la palita barriendo detrás del trío, corriendo por los tres. Nunca vistió otra camiseta. “Estudiantes entendió que había terminado mi ciclo, y yo me cansé de luchar contra mi rodilla. No me costó asumirlo”, confesó. Como entrenador hizo escala en dieciséis equipos, que después de irse volvían a llamarlo. Chile, España, México, Colombia, Perú, Paraguay, Arabia Saudita también supieron de su profesionalidad y bonhomía.
Con Millonarios de Bogotá fue amor a primera vista. Lo cuenta Gustavo Serpa, presidente de la junta de accionistas del club azul: “Nos habíamos decidido por Miguel sin hablar aún con él. Cuando lo llamé por primera vez, con Miguel le comenté: ‘Mira, acabo de cortar con tu agente, estoy haciendo mi máximo esfuerzo, no quiero entrar en una negociación de venga y vamos’. Me respondió: ‘No se hable más, cerrado el tema, redacten el contrato’. Así era”. Y amplía: “Ya el día que nos vimos por primera vez, hablamos cuatro horas, de la vida, del fútbol, de la familia. Me causó una impresión extraordinaria. Lo que confirmé luego en el año y pico que estuvo con nosotros. Sé que después tuvo ofertas de varios clubes grandes de Colombia, pero dijo: ‘No, en Colombia solo soy de Millonarios’. Cumplió con lo que nos había prometido”.
¿Qué fue como entrenador…? Un Ancelotti, un comprensivo y sensible conductor de grupos, acaso la máxima virtud del guía. Un componedor de vestuarios, apaciguador de incendios, establecedor de climas armónicos. Y a partir del buen ambiente, exitoso. “Era un pacificador, y eso a veces es tan importante como un título”, opina Leandro Rodríguez, redactor de Bitbol.la. “En un club como Boca, tan explosivo, que se ha devorado personalidades enormes, eso es fundamental para después encaminar los logros. Y él lo hacía con naturalidad. Era simple, educado, respetuoso. Vino por última vez después de quedar eliminados de la Copa con Alianza Lima. Boca era un volcán y enseguida calmó los ánimos. Le sacaba dramatismo a Boca. Por eso es una leyenda del club”. También por los triunfos: es el último ganador de la Libertadores con la azul y oro.
Cuando llegó de San Lorenzo con la salud definitivamente deteriorada. Le preguntaron por qué y acuñó una frase que enamoró al hincha: “A Boca nunca se le puede decir que no”. ¿Cómo se veía él…? “Me considero querido dentro del ambiente. En el fútbol sabemos quién es quién, y cuando uno mantiene una conducta y camina por una sola vereda, se sabe. También hay algo determinante: mi relación con los jugadores es muy buena. ¿Por qué se da eso…? Porque soy claro y no miento. El jugador es el que mejor entiende estas cosas. Si marcas las reglas de entrada, es más simple”. Horacio Pagani, pluma grande del rotativo El Clarín, conoció mucho a Russo. Escribió: “Se nos fue un hombre de café, de barrio, de la bohemia. Miguel era un noctámbulo. Compartimos muchas noches con Coco Basile, con él, con Mostaza Merlo... Era un tipo respetuoso al extremo, incapaz de que se le saliera de lugar una palabra contra alguien incluso en la intimidad de esas veladas, y también un entrenador sagaz. Era de los técnicos antiguos; no salía hablar de táctica ni de cuestiones científicas, simplemente futboleras”. Aquel día que quedó fuera del Mundial me tocó de cerca. Me habían enviado de El Gráfico a cubrir el entrenamiento porque se daría la lista final de convocados. “Vos agarras al que quede afuera y le haces la nota”, fue la orden. Apenas se supo que era Russo el excluido se abrió el camarín, entré volando y me fui derecho a Miguel. Estaba quebrado: el Mundial era su mayor ilusión. No alcancé a decirle dos palabras que estalló en lágrimas. Me conmovió, sentí que debía abrazarlo y lloró en mi hombro. Luego, ya más calmado, pensé en mi tarea y me dije: “Ahora va a hablar y va a decir cosas”. Pero aun en ese momento fue un Miguel Ángel Russo auténtico: “Ya está, ya está, no pasa nada…”.
TRAYECTORIA Y LEGADO
Nacido en Lanús el 9 de abril de 1956, Russo fue futbolista de Estudiantes de La Plata, club en el que debutó en 1975 y con el que se consagró bicampeón del torneo nacional en 1982 y 1983. Se retiró en 1988 y, un año después, inició su carrera como director técnico en Lanús, comenzando un recorrido que lo llevó a dirigir a Estudiantes, Rosario Central, San Lorenzo, Vélez Sarsfield, Racing, Colón, Central Córdoba y Boca Juniors, además de pasos exitosos por el exterior en Paraguay, Colombia y Arabia Saudita. Su mayor consagración llegó en 2007, al conquistar la Copa Libertadores con Boca, con Juan Román Riquelme como figura. En su regreso al club, durante 2020, obtuvo la Liga Profesional y la Copa Argentina, consolidando su vínculo eterno con la hinchada xeneize.
EL ÚLTIMO DESEO DE RUSSO:
VESTIR LA CAMISETA DE BOCA EN SUS ÚLTIMOS DÍAS
Uno de los hechos más conmovedores relacionados con su muerte fue el último pedido que hizo a su familia, documentación que ha sido difundida y que revela la profundo amor y pertenencia que sentía por Boca Juniors. Según diversos medios, Russo solicitó que en sus últimos días le colocaran la ropa del club, con los colores azul y oro, que simbolizan su pasión y su historia futbolística. Este gesto, lleno de simbolismo y emotividad, fue finalmente cumplido, y el cuerpo del entrenador fue retirado vestido con la indumentaria del club que tanto amaba antes de ser velado. El pedido no solo refleja su apego emocional a Boca, sino que también ha sido considerado un acto de despedida simbólica, una forma de decir adiós con los colores que marcaron su trayectoria y su vida, en un gesto que emocionó a hinchas, exjugadores y dirigentes.
Murió rodeado de su familia, a los 69 años, dejando detrás una vida que nunca dejó de ser fútbol. Porque hasta en la enfermedad, Russo fue técnico también. Organizó su tratamiento como un vestuario, planificó su rutina como un partido largo y difícil. Hoy su historia se recuerda no solo por los títulos, sino por la forma en que afrontó la adversidad. Ocho años de lucha, de quimioterapias, de recaídas, de viajes al banco de suplentes cuando el cuerpo apenas podía sostenerse. Miguel Ángel Russo murió de cáncer, sí, pero su legado sigue latiendo entre las luces de cada estadio que lo vio resistir. Como es de esperarse, no hay tiempo para jugar a la pelota. Ahora es tiempo de rendirle homenaje al que, ni en sus peores momentos se detuvo, y le regaló al fútbol miles de alegrías mientras él sobrellevaba su dolor.
