Pasarán años y el Barcelona se seguirá preguntando cómo se le escapó esta final de Champions, incluso cómo se le escurre este título. El Inter había recibido solo cinco goles en los doce partidos anteriores y en este doble choque recibió seis
¡QUÉ PARTIDO!
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Hernan Quiroz Plaza

Los dos equipos pasaron por todos los estados de ánimo en el juego de vuelta en Milán, los dos vieron de cerca el pánico y el Olimpo, los dos se derrumbaron y se levantaron, los dos desplegaron su mejor fútbol, dos estrategias que chocaron y sacaron chispas. Cuando el Barcelona remontó y se puso 2-3 arriba con gol de Raphinha, parecía que la obra estaba hecha, que su juego se imponía. Quién sabe cuántos pensaron que el Inter, con sus últimos arrestos, iba a tener fuerza para empatar el partido 3-3 y la serie 6-6. Una locura.

El gol estuvo de traicionero en esta serie semifinal. Coqueteaba con los dos equipos y a los dos los enamoraba al mismo tiempo: el don Juan del gol iba y venía en cada arco, para festejo de unos y desgracia de otros. Nadie se daba por vencedor, porque en frente estaba el Barcelona, un león dormido que cuando despertó en el segundo tiempo puso a temblar a sus rivales. En este partido de emociones infinitas se fueron al tiempo complementario. Dos torturas para los músculos, pero dos bendiciones para los hinchas de este apasionante deporte. Quedaba más fútbol de un partido que lo daba todo. Cuando Yamal lanzó ese misil al 114 y otro al 116 y el arquero Sommer puso sus guantes de acero, el estadio quedó mudo y quieto. Así que tocaba esperar hasta el final de los finales.

Hay un momento en que un partido se rompe y entra en un torbellino en el cual el futbolista vuelve a ser niño, se olvida de las tácticas, del técnico que tiene al costado, de la charla técnica, de absolutamente todo; su alma, su mente y su vida se concentran en una sola cosa: tomar la pelota, llevarla hacia adelante, hacer gol y ganar ese encuentro que está disputando, que se ha vuelto loco de tanto ir y venir. No piensa, siente, no especula, da todo. Es el costado lúdico y maravilloso del jugador de fútbol, tan discutible en otros aspectos. Es cuando el marco excepcional de una final del mundo o en este caso una semifinal de Champions transforma el juego en un duelo de potrero, de patio de colegio donde nos transpiramos hasta mojarnos y rompernos los botones de la camisa y la corbata del uniforme, en una caimanera de barrio con arcos marcados con piedras o palos, en un duelo de la empresa entre ventas y tesorería, en un desafío barrial a quinientos bolívares por cabeza…

Eso ocurrió, como nunca quizás, en este ya inmortal Inter 4 - Barcelona 3 que se inscribe entre los espectáculos más notables de la historia y que determinó el pase a la final del estructurado y solidario cuadro italiano. Era tan sensacional lo que vimos, tan bello, cambiante, emotivo, sorprendente que nos preguntamos seriamente: ¿puede ser este el mejor partido de la historia…? ¿El más brillante de lo que hayamos visto…? No lo afirmamos, simplemente nos lo preguntamos. Por la emoción, la instancia, por ser en Champions, por los vaivenes, las actuaciones excepcionales y los goles extraordinarios. Quién sabe… La memoria nos gambetea. Lo deslizamos a través de las redes sociales. Las respuestas son coincidentes: “Puede ser, está entre este y la final del Mundial Argentina 3 - Francia 3”. Pero en aquella definición, épica, sin dudas, Francia durmió la siesta durante 79 minutos. Miró cómo Argentina lo arrollaba. Otros mencionan el llamado “partido del siglo”, Italia 4 - Alemania 3 del Mundial del 70, que en su momento enamoró, pero aquello era otro fútbol, más lento, con espacios y tiempo para todo. Lo mejor es no volver a verlo y conservar la evocación entrañable así como está.

En cambio, el martes 6 de mayo en Milán fueron vértigo puro los 132 minutos que duró entre el tiempo regular, el suplementario y las adiciones. Nadie paró un instante. Ganaba el Inter 2-0 con autoridad, lo dio vuelta el Barça en un segundo tiempo suyo sublime, con Pedri dando una cátedra y Lamine Yamal deslumbrando en cada arranque, en cada gambeta. Cuando iban 93 minutos y Barcelona ya sacaba los pasajes para la final de Múnich sucedió lo insólito: centro bajo de Dumfries por derecha y apareció como 9 Francesco Acerbi, un áspero y heterodoxo zaguero centro de 37 años, que la clavó al estilo Gerd Müller para estampar el 3-3 y llevar la apasionada semifinal a la prórroga. Qué hacía allí Francesco Acerbi solo lo saben Dios y él. Estaba como un oso blanco en el Sahara, totalmente fuera de su hábitat. Pero ese gol lo define como guerrero, como ganador, como hombre de fe. Dominaba el cuadro catalán y él se quedó arriba esperando el milagro imposible como el náufrago que sigue oteando el horizonte con la última esperanza de divisar una vela, una proa. En su carrera triunfal, Acerbi, completamente enloquecido, se sacó la camiseta y la tiró, la malla que tenía debajo y la tiró, quería sacarse los tatuajes, la piel, el corazón y arrojarlos a los tifosi. Ese gol fue el de la resurrección. Estaba muerto y enterrado el Inter. El hincha que de verdad es hincha sabrá valorar ese gol por décadas.

Y llegó el alargue. Y esos treinta y pico de minutos extras fueron el paroxismo. El Inter, un equipo sin estrellas, pero organizado a la italiana por su técnico Simone Inzaghi, aprovechando todo al máximo, volvió a agrandarse con el empate y golpeó una cuarta vez por mediación de Fratessi, buen volante derecho que recibió en el área, amagó, se creó el espacio para el remate y la colocó a una punta, ajustada al palo del impronunciable arquero polaco de siete consonantes y una sola vocal, Szczęsny. Era el 4 a 3, era llegar a la final.

El Barcelona se fue arriba de nuevo, a quemar naves, con esos dos “chamos” sensacionales que son Pedri y Lamine. Cada maniobra del zurdo representaba un drama para el Inter, para sus hinchas y para el fútbol italiano todo. Encaró, desbordó, centró, mandó un bombazo al palo y en una más disparó al ángulo y el fabuloso arquero Yann Sommer la echó con las uñas al córner. Que te saquen esa pelota es una injusticia satánica, pero Sommer, un arquero que hace diez años tiene un rendimiento notable, voló e impidió el gol. En esa acción, Sommer le sacó la final y tal vez el Balón de Oro a Lamine Yamal, que ya puede reclamar el rótulo de mejor del mundo, simbólicamente, de las manos de Messi. No de Mbappé, no de Vinícius ni de ningún otro. Ellos nunca lo fueron. Ahora sí hay un heredero con todas las credenciales que semejante título exige. El testimonio pasa de un genio a otro. Estamos ante un posible monstruo del fútbol, ojalá nada lo desvíe. Disfrutémoslo.

Pasarán años y el Barcelona se seguirá preguntando cómo se le escapó esta final de Champions, incluso cómo se le escurre este título. El Inter había recibido solo cinco goles en los doce partidos anteriores y en este doble choque recibió seis. Eso habla de las bondades del cuadro de Hansi Flick. Que marcó en el torneo, la locura de 43 tantos en catorce partidos. No le alcanzó. Muchos analistas culparon a su defensa por sufrir siete caídas en esta semifinal, pero el Inter recibió seis. No hay mayor diferencia. No es la causa. Hubo fatalidad y hubo Sommer. Estamos frente a una Champions fenomenal en juego y goles (altísimo 3,26 de promedio por cotejo). Solo en este cruce semifinal se dieron trece goles entre dos equipos grandes y muy parejos. Habla maravillas del nivel futbolístico que estamos viendo. Es posible que en un futuro pueda darse una exhibición similar desde lo técnico y estético, aunque difícilmente se superen la velocidad y la intensidad de este Inter-Barça, porque lo físico tiene un límite humano.
 
El pitazo definitivo fue música para esa afición del Inter que no podía creer lo que sus ojos veían, que rozaron el infierno y salieron de él volando y que sus jugadores, héroes de azul y negro, levantaban sus alas para certificar la sufrida victoria y el paso a la final de la Champions League, en una serie que no se olvidará de la memoria de los testigos. Por si acaso, aquí queda escrita.



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