Luego de la pausa de 90 días acordada por Trump en materia de aranceles, la guerra comercial cobra fuerza entre las dos más grandes economías del mundo
USA-CHINA ¿HASTA EL FINAL?
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David Pierson

Para los dos hombres al frente de una guerra comercial que ha empezado a resquebrajar los lazos entre las mayores economías del mundo, la pregunta ahora es quién parpadea primero.

Por un lado está el presidente Donald Trump, quien desencadenó un plan disruptivo para transformar el sistema de comercio mundial moderno por medio de aranceles, solo para dar marcha atrás horas después de que entrara en vigor, cuando suspendió los gravámenes a la importación para todos los países excepto China.

En el otro lado está Xi Jinping, el máximo dirigente chino, quien tiene una bien merecida reputación de negarse a ceder. Mantuvo las estrictas restricciones de covid del país mucho después de que dejaron de ser efectivas. Siguió adelante con su objetivo de convertir a China en líder mundial en vehículos eléctricos y paneles solares, a pesar de la alarma de los socios comerciales ante la avalancha de exportaciones baratas.

Xi se ha mantenido fiel a su estilo ahora, cuando se enfrenta a lo que podría ser la mayor prueba de su liderazgo desde la pandemia. El viernes, su gobierno intensificó su respuesta a Trump, aumentando los aranceles sobre las importaciones estadounidenses hasta el 125 por ciento, a pesar de la preocupación de que una guerra comercial prolongada pudiera agravar el malestar económico de China. Previo a ese anuncio, Xi se mostró confiado en los primeros comentarios públicos que hizo sobre el enfrentamiento comercial.


“No habrá vencedores en una guerra arancelaria, e ir contra el mundo solo servirá para aislarse”, dijo Xi mientras recibía en Pekín al presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, sin mencionar explícitamente a Trump ni a Estados Unidos.

“Durante más de 70 años, China siempre ha dependido de la autosuficiencia y el trabajo duro para desarrollarse”, continuó Xi. “Nunca ha dependido de los regalos de nadie y no teme ninguna represión irrazonable”.

Xi puede permitirse ser más testarudo que su homólogo estadounidense.

Como el líder chino más poderoso desde Mao Zedong, se ha rodeado de partidarios leales, ha purgado a sus oponentes y ha impuesto férreos controles sociales para reprimir la disidencia. Se ha presentado a sí mismo como un hombre fuerte con una visión nacionalista del rejuvenecimiento de China. Sus funcionarios han movilizado fondos estatales para estabilizar los mercados financieros chinos mientras las bolsas de todo el mundo se desplomaban a causa de los aranceles.


“Xi se ha pasado toda su carrera endureciendo al país, precisamente para este momento”, dijo Joseph Torigian, profesor adjunto de la American University de Washington, quien estudia la política de las élites en China. “Posiblemente cree que el sistema político chino es superior al estadounidense porque tiene mayor cohesión y disciplina. Probablemente piensa que el pueblo chino se sacrificará en favor de una misión de rejuvenecimiento nacional”.

Xi puede jugar a largo plazo. No tiene elecciones que considerar y está facultado para gobernar China indefinidamente, tras haber abolido los límites del mandato presidencial en 2018. Trump tiene que dejar el cargo en 2029 (aunque ha insinuado que podría desafiar la Constitución y presentarse por tercera vez a la Casa Blanca).

Xi también puede señalar la guerra comercial como una reivindicación de sus frecuentes advertencias sobre la hostilidad de Occidente hacia China, su razón declarada para adoptar un enfoque global de seguridad nacional e invertir en un ejército de categoría mundial a expensas de otras necesidades. La decisión de Trump de conceder una prórroga de sus aranceles a todos los países menos a China refuerza esa narrativa.


“En realidad, esto salvará a Xi Jinping de tener que asumir la responsabilidad por la falta de crecimiento económico en China. Se trata de una tarjeta de ‘salga de la cárcel, gratis’ para él”, dijo Jessica Teets, politóloga del Middlebury College de Vermont y experta en política china. “Los ciudadanos chinos y los líderes empresariales lo verán como algo fuera de su control”.


Los órganos de propaganda de China han estado movilizando al país para una lucha prolongada.

El Diario del Pueblo, portavoz del Partido Comunista dirigente, publicó un editorial en el que comparaba a Washington con una banda de piratas. Los diplomáticos chinos están cerrando filas, informó el Diario del Pueblo, y un funcionario pidió un “ejército diplomático férreo” que sea “leal al Partido, valiente al asumir responsabilidades, audaz en la lucha y estrictamente disciplinado”.

Mao Ning, vocera de alto rango del Ministerio de Relaciones Exteriores chino, publicó en X un video de un discurso que Mao Zedong pronunció durante la guerra de Corea —conocida en China como la guerra para resistir la agresión de Estados Unidos y ayudar a Corea— en el que declaraba: “No importa cuánto dure esta guerra, nunca nos rendiremos”.


“Somos chinos. No tenemos miedo a las provocaciones. No retrocedemos”, escribió Mao en su publicación.

Dali Yang, profesor de la Universidad de Chicago que estudia la política china, dijo que era seguro que este tipo de mensajes continuaría.

“Sin duda habrá un esfuerzo sostenido por echar la culpa a Estados Unidos y especialmente a Trump y a sus rápidos movimientos y retrocesos”, dijo Yang, añadiendo que el partido “tiene grandes capacidades para llegar eficazmente a la gente de a pie”.

A pesar de todo su poder, Xi no es inmune al descontento popular, dicen los analistas. Con toda seguridad, China sentirá el dolor de los aranceles de Trump, que han alcanzado al menos el 145 por ciento, una cifra asombrosa que pone en peligro los 400.000 millones de dólares anuales de exportaciones del país a Estados Unidos, su mayor mercado.

Ya han cerrado fábricas cercanas al centro manufacturero de Cantón que suministran prendas de vestir a los consumidores estadounidenses, hasta que haya más claridad sobre los aranceles. Si estos cierres se extienden, podrían agravar el problema del desempleo en China, dificultando aún más a los legisladores la tarea de revitalizar una economía golpeada por una crisis inmobiliaria y una confianza en declive.

Para Xi, probablemente la prueba será si el partido es capaz de mantener el respaldo de los chinos de a pie y de ayudarles a soportar cualquier penuria económica derivada de la guerra comercial.

La última vez que Xi se enfrentó a un desafío de esta magnitud —la pandemia de coronavirus—, su respuesta fue inicialmente un motivo de orgullo para muchos chinos. Durante más de dos años, mantuvo envidiablemente bajas las cifras de covid en China, con pruebas masivas y cierres bruscos.


Pero se mantuvo firme en esa estricta política hasta bien entrado 2022, cuando el resto del mundo aprendía a convivir con el virus. La indignación por los cierres generalizados provocó algunas de las mayores protestas en China en décadas. La desilusión con el rumbo del país provocó un éxodo de chinos ricos y miembros de la clase profesional.

“Es posible que la población china no tenga ánimo de sacrificio después de la covid”, dijo Torigian. “A la economía le ha costado recuperarse. Dudo mucho que Xi Jinping esté ciego ante ese problema”.

“Aunque creas que dispones de una gran capacidad represiva para dañar a los escépticos y una historia patriotera para unir a los partidarios, las dislocaciones económicas aún son peligrosas porque nunca sabes lo mal que se pondrán y si se convertirán en algo peor”, dijo Torigian.

Esa realidad económica sugiere que Xi probablemente aceptará una salida del enfrentamiento arancelario si Trump se la ofrece, dijeron los analistas. China ha dicho que no quiere una guerra comercial, pero sus funcionarios han insistido en que cualquier acuerdo dependerá de que Estados Unidos trate a China como a un igual.

El jueves, Trump adoptó un tono más suave respecto a China, diciendo que Xi “ha sido amigo mío durante un largo periodo de tiempo”.

“Veremos qué ocurre con China”, dijo Trump. “Nos encantaría poder llegar a un acuerdo”.

The New York Times





ARANCELES:
CASO VENEZUELA


Jorge Alejandro Rodríguez
Especial Eneltapete


La guerra arancelaria entre Estados Unidos y China se desató en 2018 y rápidamente escaló. La administración de Donald Trump, alegando prácticas comerciales desleales de Pekín y un déficit comercial abultado, impuso sucesivas rondas de aranceles del 25% a productos chinos por un valor acumulado cercano a 250.000 millones de dólares. China respondió casi de inmediato con medidas equivalentes sobre exportaciones estadounidenses, incluyendo tarifas a bienes agrícolas como la soja y otras importaciones estratégicas de EE. UU. Se trató de una espiral de represalias: Washington buscaba forzar cambios en las políticas chinas (subsidios industriales, transferencia forzada de tecnología), mientras Pekín dejaba claro que también podía infligir daño comercial.

Las negociaciones para frenar esta confrontación comercial fueron intermitentes y difíciles. Aun cuando a inicios de 2020 ambas potencias firmaron un acuerdo comercial de “fase uno”, muchas de las tarifas impuestas permanecieron. De hecho, la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca en 2021 no supuso un desmonte inmediato de los aranceles de la era Trump; una porción significativa de esos gravámenes siguió vigente. En este ambiente político, quedó demostrado que la contienda arancelaria trascendió a un solo mandatario y se convirtió en una política de Estado en EE. UU. contra lo que percibe como las ambiciones económicas de China. Pekín, por su parte, mantuvo sus propios aranceles y continuó denunciando la ofensiva estadounidense, preparando el terreno para una rivalidad de largo aliento entre las dos mayores economías del mundo.

IMPACTO ECONÓMICO GLOBAL

El choque comercial entre Washington y Pekín sacudió la economía mundial. Las cadenas de suministro global sufrieron disrupciones a medida que empresas multinacionales buscaron alternativas para sortear los nuevos costos. Organismos internacionales advirtieron que la escalada de tensiones podía minar la confianza de inversionistas, perturbar el comercio y ralentizar el crecimiento global. De hecho, en más de una ocasión los mercados bursátiles registraron caídas pronunciadas vinculadas a anuncios de nuevos aranceles o represalias. Las bolsas mundiales llegaron a desplomarse, reflejando el temor a una recesión global lastrada por la guerra comercial iniciada por Trump.

Sectores industriales y agrícolas de diversos países también resentían la incertidumbre. En Estados Unidos, fabricantes que dependían de insumos importados de China vieron aumentar sus costos, mientras que agricultores perdieron acceso al enorme mercado chino y necesitaron subsidios del gobierno para compensar las pérdidas. En China, algunas exportaciones decayeron y ciertas empresas enfrentaron dificultades para conseguir componentes estadounidenses. Otros países, incluidos varios de América Latina, sintieron efectos colaterales: fluctuaciones en los precios de materias primas, volatilidad cambiaria y menor inversión debido a la cautela global.

Paradójicamente, pese al frenazo en el comercio bilateral entre EE. UU. y China, el desequilibrio comercial de fondo no se corrigió. El déficit comercial de Estados Unidos con China permaneció prácticamente igual en los primeros meses de la disputa, lo que indica que los aranceles no alteraron las dinámicas fundamentales de consumo y producción de inmediato. En cambio, sí alteraron patrones comerciales: algunos países terceros aumentaron sus exportaciones a EE. UU. o China para suplir productos encarecidos por los aranceles. Pero a un costo global: un entorno de mayor proteccionismo y desconfianza que amenazaba con frenar la recuperación económica mundial prevista antes de la disputa. En suma, la guerra arancelaria tuvo un efecto de enfriamiento económico generalizado, incluso si no llegó a desencadenar una crisis global profunda, manteniendo al mundo en vilo durante su desarrollo.



IMPLICACIONES GEOPOLÍTICAS


La pugna comercial entre Estados Unidos y China trasciende lo puramente económico y tiene repercusiones geopolíticas claras. En América Latina, Venezuela emergió como un punto de fricción indirecto entre Washington y Pekín. Coincidiendo con la guerra arancelaria, la administración Trump intensificó una política de “máxima presión” contra el gobierno de Nicolás Maduro: sanciones petroleras, financieras y diplomáticas destinadas a forzar un cambio de régimen en Caracas. China, por su parte, criticó abiertamente lo que consideró injerencia estadounidense. Beijing llegó a instar a Washington a que deje de “interferir en los asuntos internos de Venezuela” y que elimine las sanciones unilaterales impuestas al país. En foros internacionales, China (junto a Rusia) bloqueó resoluciones contra Venezuela y defendió el principio de soberanía, dejando claro su respaldo al gobierno de Maduro en el plano diplomático.

Esta rivalidad de las grandes potencias puso a Venezuela en una situación singular. Para Estados Unidos, Venezuela se convirtió en un escenario para contener la influencia de China (y Rusia) en el hemisferio occidental. Para China, Venezuela pasó a ser un aliado estratégico cuyos recursos energéticos y posición geográfica revestían interés en el contexto de su competencia global con EE. UU. La guerra arancelaria exacerbó esta dinámica: las disputas comerciales y las sanciones comenzaron a entrelazarse. Washington insinuó que cualquier país que ayudara económicamente a Maduro podría enfrentar represalias. De hecho, en 2019 y 2020 funcionarios estadounidenses amenazaron con imponer aranceles punitivos de hasta 25% a las naciones o empresas que compraran petróleo venezolano, una advertencia dirigida principalmente a China (principal cliente del crudo de Venezuela) y a otros compradores restantes. En respuesta, China mantuvo el discurso desafiante en defensa de Caracas, reiterando su oposición a las “guerras comerciales y arancelarias” sin ganadores.

Sin embargo, más allá de la retórica, la realidad estratégica es cruda: Venezuela se convirtió en una ficha más en el tablero global de disputa entre Washington y Pekín. El gobierno de Maduro ha buscado el amparo de China (y de otros aliados como Rusia) para sobrevivir al aislamiento occidental. A cambio, China ha aprovechado las circunstancias para asegurarse cuotas de petróleo a precios de remate y afianzar su presencia en la región, a la vez que refuerza su imagen de potencia que desafía las sanciones de EE. UU. No obstante, este apoyo chino viene con límites, como se analiza a continuación. La convergencia de la guerra arancelaria con la crisis venezolana ilustra cómo las tensiones entre superpotencias pueden agravar la situación de países más débiles y reducir sus opciones en la arena internacional.



CHINA: ALIADO CON LÍMITES

En las últimas dos décadas China se convirtió en el principal sostén financiero de Venezuela. Pekín extendió líneas de crédito por más de 60.000 millones de dólares a Caracas entre 2005 y 2016, montos colosales respaldados con envíos futuros de petróleo. Gracias a esos préstamos, China se transformó en el mayor acreedor de Venezuela y en un socio comercial clave justo cuando el país sudamericano fue perdiendo acceso a los mercados financieros occidentales. Este flujo de dinero chino financió proyectos de infraestructura y apuntaló temporariamente al gobierno venezolano durante los años de bonanza petrolera.

Sin embargo, a medida que la crisis económica y política de Venezuela se agudizó, China empezó a mostrar cautela. Desde 2017, los grandes bancos estatales chinos cerraron el grifo de nuevos créditos hacia Venezuela. Por primera vez en casi una década, no hubo nuevos préstamos significativos, reflejando la creciente preocupación de Pekín sobre la capacidad de pago de Caracas y la sostenibilidad de sus inversiones. En un comunicado oficial, el gobierno chino insistió en que su cooperación financiera con Venezuela “es completamente legal y funciona sin problemas”, pero los hechos muestran lo contrario: la confianza financiera de China mermó ante la morosidad venezolana. Caracas, que prometió reembolsar los créditos con petróleo, comenzó a tener serias dificultades para cumplir. La caída del precio del crudo a partir de 2014 y, sobre todo, el desplome drástico de la producción de PDVSA, dejaron a Venezuela sin suficiente petróleo para pagar y sin ingresos para sostener su economía.

En la práctica, el vínculo económico actual se limita principalmente al intercambio petróleo-por-deuda. Venezuela continúa enviando cargamentos de crudo a China (o a intermediarios que luego llevan el petróleo a China) como forma de abonar los préstamos previos. Pero esos envíos han menguado por la debacle de la industria petrolera local. Hoy Venezuela produce apenas una fracción de los más de 2 millones de barriles diarios que bombeaba hace una década, lo que restringe su capacidad de pago y de suministro. China, por su lado, aprovecha para comprar ese petróleo con fuertes descuentos debido a las sanciones. De hecho, buena parte del crudo venezolano termina en refinerías independientes chinas que prefieren el petróleo pesado Merey de Venezuela por ser más barato que el de Irán o Rusia, también sancionados por EE. UU.. Es decir, Pekín sigue importando petróleo venezolano no por altruismo ideológico, sino porque le resulta conveniente económicamente.

Ahora bien, cuando ese beneficio económico se pone en entredicho, China no duda en frenarse. La amenaza de aranceles estadounidenses del 25% a los compradores de crudo venezolano desató alarmas en Beijing a mediados de la década. Empresas chinas redujeron o congelaron compras de petróleo venezolano ante el riesgo de quedar atrapadas en medio del fuego cruzado comercial. “Lo peor del mercado petrolero es la incertidumbre. No nos atreveremos a tocar el petróleo por ahora”, declaró en 2025 un ejecutivo de una firma china al conocerse posibles nuevos aranceles de EE. UU.. Esa reacción revela los límites del apoyo chino: cuando sostener a Venezuela implica un costo alto para China en su disputa mayor con EE. UU., los intereses globales de Pekín prevalecen sobre la lealtad a Caracas.

Con todo, Venezuela sigue dependiendo enormemente de China. Actualmente, China (de forma directa o indirecta) absorbe más de la mitad de las exportaciones petroleras venezolanas –unos 503.000 barriles por día, equivalentes al 55% de los envíos– lo que convierte al gigante asiático en el salvavidas financiero del régimen de Maduro. Ese dato explica por qué, pese a su cautela, Pekín tampoco ha abandonado a Venezuela: mantener a flote a un aliado estratégicamente ubicado y rico en recursos le asegura a China presencia en el Caribe y acceso preferencial a reservas petroleras considerables a largo plazo. Pero esa ayuda viene dosificada y supeditada a que no comprometa intereses superiores. En resumen, China es un aliado importante para Venezuela, pero no un socio incondicional. Su apoyo tiene límites muy claros marcados por el pragmatismo: proteger sus propios negocios y evitar riesgos excesivos en su confrontación con Washington.

MÁRGENES DE MANIOBRA

La posición de Venezuela frente a la disputa comercial global es mayormente pasiva y sus márgenes de maniobra son muy estrechos. La retórica oficial del chavismo intenta proyectar confianza y resistencia: Nicolás Maduro ha llegado a proclamar que Venezuela “no depende de nadie en este mundo” y que logrará “superar cualquier perturbación de la guerra comercial arancelaria” desatada por Trump. En discursos televisados, promete que el país saldrá adelante y derrotará las “agresiones” económicas extranjeras. Sin embargo, la realidad económica y diplomática contradice ese optimismo. Aislado de los mercados occidentales, asfixiado por sanciones y con su industria vital colapsada, el gobierno venezolano dispone de pocas jugadas efectivas. En esencia, las opciones de Caracas para maniobrar ante la guerra arancelaria EE. UU.–China (y las sanciones conexas) se reducen a unas cuantas vías:

Afianzar aún más la alianza con China (y Rusia): Venezuela ha buscado acercarse todo lo posible a las potencias rivales de Estados Unidos, ofreciéndoles condiciones favorables en proyectos petroleros, mineros y militares a cambio de respaldo financiero y político. Este alineamiento le permite obtener algo de oxígeno –créditos puntuales, inversiones en pequeña escala, ventas de oro o petróleo por adelantado– y presentarse internamente como parte de un bloque “antiimperialista”. No obstante, depender casi por completo de Beijing y Moscú también conlleva una posición subordinada: Venezuela debe aceptar términos desventajosos (como descuentos profundos en su petróleo) y corre el riesgo de quedar como moneda de cambio en negociaciones mayores entre esas potencias y Washington. La lealtad de China y Rusia hacia Maduro dura mientras sus intereses estén asegurados; no es garantía absoluta si el tablero geopolítico cambia.



Evadir las sanciones por medios alternos: Ante el cerco financiero de EE. UU., Venezuela ha recurrido a métodos opacos para seguir vendiendo su petróleo y obteniendo divisas. Esto incluye transferir crudo a países aliados o clientes bajo camuflaje (cambiando nombres de buques, mezclando petróleo para ocultar su origen), realizar transacciones en monedas distintas al dólar (yuanes, rublos, liras turcas) e intercambiar commodities por bienes esenciales. Asimismo, el gobierno ha vendido toneladas de oro de las reservas internacionales de forma silenciosa para conseguir liquidez. Estas tácticas le han dado un respiro limitado, pero tienen altos costos y riesgos: descuentos enormes, pocos compradores dispuestos y exposición a operaciones ilícitas. Además, Estados Unidos ha ajustado sus controles —con amenazas de sanciones secundarias y vigilancia estricta— dificultando cada vez más estos canales de evasión.

Negociar una salida o alivio: La opción de emprender una negociación seria con Estados Unidos (y con la oposición interna) para lograr algún alivio sancionatorio a cambio de concesiones políticas siempre está sobre la mesa, al menos teóricamente. En 2019, mediadores internacionales exploraron diálogos, y más recientemente, en medio de la crisis energética global, Washington ha mostrado tímidas aperturas condicionadas (como otorgar licencias limitadas a empresas petroleras bajo ciertas condiciones democráticas). No obstante, hasta ahora el gobierno de Maduro se ha resistido a ceder en lo fundamental para que se produzca un levantamiento significativo de sanciones. Sin reformas políticas de calado que restauren la confianza, es difícil que EE. UU. o sus aliados relajen la presión. Por ello, esta vía ha rendido escasos frutos, y Venezuela continúa bajo sanciones fuertes con un acceso muy restringido a financiamiento internacional.

Ninguna de estas opciones ofrece a Venezuela una solución plena. Los márgenes de maniobra de Caracas, en la práctica, son extremadamente limitados. Apostar todo a China mitiga el ahogo financiero, pero a costa de una dependencia que deja al país a merced de las prioridades de Pekín. Las vías de evasión brindan apenas paliativos temporales bajo riesgo constante de cierre. Y la ruta negociadora tropieza con la negativa del régimen a emprender cambios que percibe como una amenaza a su continuidad en el poder. Mientras tanto, la economía venezolana sigue hundida en una depresión, con una contracción de casi 80% en su PIB en los últimos años y millones de ciudadanos emigrados por la emergencia humanitaria. Esta debilidad interna reduce aún más el poder de negociación del país frente a los actores externos.

Teodoro Petkoff solía advertir con lucidez que Venezuela no debía “llamarse a engaño” sobre su situación: hoy, como ayer, el destino del país no lo definirán únicamente los pulsos entre Washington y Pekín, sino principalmente las decisiones que los propios venezolanos tomen sobre su modelo político y económico. En última instancia, la guerra arancelaria EE. UU.–China ha dejado a Venezuela expuesta como nunca, evidenciando su vulnerabilidad. Si el país sudamericano desea escapar de ser un simple peón en disputas ajenas, tendrá que reconstruir su base productiva, diversificar sus relaciones internacionales sin entregarse por completo a ninguna potencia, y recuperar la institucionalidad democrática para poder manejar con algo de autonomía los embates externos. De lo contrario, Venezuela seguirá al vaivén de conflictos geopolíticos que no controla, pagando los platos rotos de una globalización en fricción y con muy poco que ganar en el mejor de los casos. En síntesis, la confrontación arancelaria entre EE. UU. y China confirma una dolorosa realidad para los venezolanos: cuando las potencias chocan, son los países más débiles y mal gobernados los que más sufren las consecuencias.

El autor es ingeniero electricista con estudios de postgrado en Administracion, Negocios y Difusión de Políticas Tecnológicas (IUPFAN, IESA, Tulane, ETH Zürich). Diputado a la Asamblea Nacional (Venezuela)




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