Marruecos y las oscilaciones
Crónicas Viajeras
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Desde que fui a Sevilla nació en mí el deseo de ir a Marruecos. Fueron trescientos sevillanos los primeros habitantes de Coro, al mando de Ambrosio Alfínger, después de Juan de Ampiés, dispuestos a seguir al alemán en su aventura conquistadora y pobladora. Penetró por el Guadalquivir y se plantó en el puerto a buscar gente que lo siguiera en el albur, y lo logró. Muchos de los antepasados de aquellos hombres venían de la costa de enfrente, de donde comenzaban las vastedades africanas.

Nuestro itinerario comenzó en Casablanca. Imposible estar allí y no recordar la película legendaria, y no hallar ni rastro de ella en ninguna parte. La primera sorpresa, que ya después se hace moneda común y no nos asombra, es la calidad de las nuevas autopistas marroquíes. Todo el país está surcado por estas vías expresas, impolutas. Por una de ellas fuimos desde el aeropuerto hasta la ciudad. Cerca de medio siglo de protectorado francés no pasó en vano: sobre algunas avenidas se desparraman las sillas de los típicos cafés parisinos, pero con su inconfundible toque marroquí. La mayoría de los que se sientan en ellos a ver pasar la vida, son hombres. La incorporación a la vida social por parte de la mujer es una tarea pendiente, aunque los cambios en este sentido en años recientes han sido muchos. Las palmas reales (¿o washingtonianas?) están sembradas en las aceras de las avenidas, como soldados en guardia.

Desde la terraza en las afueras de la mezquita recientemente construida, la de Hassan II, la más grande del mundo después de la de la Meca, pueden verse las olas avanzar hacia la costa de construcciones blancas, las que le confieren pertinencia al nombre de la ciudad. Allí se comprende a Casablanca. La oscilación no puede ser mayor: de un lado el minarete gigantesco de la mezquita, y la plaza abierta que la precede y la enmarca, en donde en los días de fiesta religiosa caben alrededor de ochenta mil personas, y del otro el mismo Atlántico que baña las costas de pequeñas casas blancas, muy cerca de la legendaria Corniche, zona con más cuerpo en el imaginario que en la realidad de sus edificios.

Después de un frugal almuerzo con sardinas nos enrumbamos hacia Rabat, la capital política del reino de Marruecos. Allí visitamos el Palacio Real (Mechouar) con las características tejas marroquíes pintadas de verde, que tanto me complacen. Allí, también, visitamos la pequeña medina en la desembocadura del Oued Bou Regred, y la alcazaba de los Udaya, que fue construida en el siglo X. Ingerimos un té de menta en una terraza desde donde se veía el espectáculo del atardecer, con la gente deambulando por las orillas arenosas del río. La escena era recóndita, y la presidía el llamado por altoparlantes al rezo, desde la torre de una mezquita cercana: clásica vocería musulmana, que nos acompañó todo el viaje, con su extraña hermosura, como de invitación y de admonición, a la vez.

En ruta hacia Fez nos detuvimos en Meknés, en Volubilis y en Moulay Idriss. La primera es una ciudad amurallada, en donde nos topamos con muchísima gente en la calle, cosa que no siempre ocurre en Marruecos, que no es un país sobrepoblado, cuenta con treinta millones de habitantes. La visita a Volubilis es indispensable. Se trata de las ruinas de una ciudad que los romanos establecieron en el copo de una colina amable, desde donde se divisan los sembradíos, y todavía parece escucharse el ruido de los cascos de los caballos sobre las calles de piedra. El entramado urbano fue surgiendo entre las excavaciones de los arqueólogos. Allí estaban los baños públicos, las casas con patio interior, el lupanar, los arcos de entrada, las habitaciones para las bacanales, y había que hacer un esfuerzo para recordar que estábamos en el norte de África.

Moulay Idriss tapiza la ladera de un cerro, y uno se pregunta por qué levantaron ese pueblo allí, en la hendidura de dos lomas, y la respuesta estriba en la persecución que emprendió el califa abasí de Bagdad en contra de Idriss, yerno de Mahoma. El perseguido encontró refugio en este pliegue montañoso, hasta que fue envenenado por un traidor que llegó hasta su mesa, en el año 791. Idriss II, hijo de Idriss, dio inició a la dinastía musulmana de Marruecos, la de los idrisíes.

Llegamos de noche a Fez. El viaje a Marruecos valdría la pena si sólo hubiésemos ido a esta ciudad insólita. No en balde la UNESCO decretó a la medina de Fez como Patrimonio Mundial de la Humanidad. No es para menos. Se discute si la fundó Idriss I o el segundo, en todo caso se tienen pruebas de que existía hacia el 789 una pequeña población, que sería el germen de la gran medina que se fue construyendo luego.

En ella penetramos, y el laberinto de cerca de seiscientas mil personas que circulan por estrechísimos senderos, dándole paso a los burros de carga, mientras las aguas corren por las acequias, y la vida es un solo bazar donde todo está en venta, pues se entroniza en nuestra memoria como un hecho memorable. Todo lo que les transfiera será poco en relación con la maravilla de la experiencia de la medina de Fez. Allí están las medersas de Attarine y Bou Anania, par de universidades religiosas islámicas, donde la cultura coránica ha encontrado continuidad.

En la medina de Fez ignoran lo que es una escenografía turística, tampoco entienden por qué los turistas se trasladan a otro sitio a ver cómo se vivía en el pasado. Lo que pasa allí es presente, tan presente como lo que ocurría allí hace más de mil años y, mutatis mutandis, sigue pasando, en esencia, igual. Recuerdo que antes de penetrar en el laberinto de la medina, subimos a un cerro desde donde se divisaba la ciudad entera: la vieja y la nueva, y los relieves de la medina, donde ni una sola callejuela se distinguía, semejaban a una piel con cambios de tono leves, y con variaciones de altura, también pequeñas.

Cuando recuerdo los mosaicos de los templos, que forman figuras geométricas, y siembran el espacio de una sobriedad reverencial, sigue extrañándome y fascinándome aquel mundo sin imágenes, de figuras que de repetirse hasta la saciedad, inundan el espacio de una impensable serenidad, en perfecta oscilación con el mundo que bulle fuera de los templos: imantado por la compra-venta frenética, a ratos cercana a la histeria, como buscando que el deseo propio se imponga sobre la voluntad de la contraparte. No vender, es fracasar, y que el posible comprador no regatee, sería una actitud incomprensible. El regateo es la norma, es una suerte de pulso entre dos personas que entablan un diálogo a partir del precio que cada uno le atribuye a las cosas, y el precio que finalmente se pacta.

En las afueras de Fez fuimos a una zona de alfarerías, y ya desde lejos advertíamos las chimeneas desde donde ascendía un humo negro y delgado. Allí aprendí que si la pieza es pintada con cobalto, y luego sometida a los rigores del fuego, resiste mejor que si el cobalto no interviene en el proceso. La noche se anunciaba en el atardecer y nosotros regresamos al hotel. Al día siguiente nos esperaba la travesía del Atlas Medio, las alturas y el frío: viajábamos por el reino de Marruecos en diciembre, nos habían advertido que en esta época el olor de las tenerías en Fez, sería menos imprecatorio que en el verano. Tampoco en invierno hay moscas, lo que ya es suficiente razón para huir del verano en el norte de África.

Abandonamos Fez, y el hotel de pretensiones imperiales en que nos alojábamos, al no más asomar el incendio del sol. El conductor del autobús sabía lo que le esperaba: nosotros no. Un trayecto de todo un día, con parada para almorzar, avanzando por entre una estrecha carretera que surcaba las estribaciones del Atlas Medio, la cordillera que se eleva en medio del país.

Las visiones del camino eran diversas, pero siempre enmarcadas por una apacible soledad montañosa. En el punto más alto de la cadena de montañas nos detuvimos, y los que permanecieron dormidos durante el trayecto, al despertar creyeron haber entrado en un sueño: estábamos en un pueblo alemán, con cafeterías donde se ofrecía chocolate, la escarcha todavía se adhería al vidrio de los automóviles, y el frío se colaba por entre las mangas. El techo de las casas dibujaba la pendiente necesaria para el deslizamiento de la nieve, mientras la parquedad del paisaje nos anunciaba que estábamos en una zona de Marruecos, inimaginable, quizás parecida a las estepas, por su vegetación.

Al caer la tarde las oscilaciones de la ruta cesaron, y una llanura en la que a lo lejos se anunciaba Marrakech, se tendió ante nosotros. La soledad del día fue poblándose de grandes avenidas sembradas de palmas reales, como soldados custodios, y el color ladrillo de los edificios se hizo unánime. Se veían carretas, camellos, gente deambulando, taxis, una prosperidad inocultable en un paisaje urbano híbrido: el mundo árabe y el europeo, dándose la mano. En las afueras de la ciudad amurallada las instalaciones turísticas se aposentaban como camellos dormidos. Grandes hoteles de poca altura y terrenos muy grandes, en los que se veían avanzar grupos humanos de distintas lenguas, capitaneados por un guía necesariamente autoritario. Japoneses, franceses, alemanes, italianos, gringos, españoles se lanzaban sobre el buffet del desayuno, antes de internarse en el pasado de Marrakech.

La mañana la dedicamos a los jardines de Menara, las tumbas saadianas y la mezquita de Koutoubia. Antes, con un grupo descolgado del original, fui a desayunar en uno de los hoteles principales del planeta, el Mamounia: una construcción art decó, que atendía a las particularidades arquitectónicas marroquíes, acotado por unos jardines impecables, en los que se veía trabajar a un ejército de jardineros, afanoso por mantener intacta la perfección. La visita al hotel es ya un acontecimiento arquitectónico y plástico, pero dormir en él debe ser un tema álgido para el bolsillo. Ni siquiera indagamos por semejante posibilidad.

En la tarde nos esperaba un espectáculo único: la plaza Djemaa Le Fna, uno de los sitios más singulares del orbe. Al confundirse las luces del sol con las lámparas de gas de la noche, va llegando a la plaza la variedad más extraña: encantadores de serpientes que colocan a los reptiles en el cuello de los transeúntes; monos que bailan al son de los cueros tamboriles; vendedores de cuanta baratija pueda imaginarse; bailarines gnaua, que mueven la lengua dentro de la boca con gran rapidez emitiendo un sonido desconcertante, con movimientos bucales que se confunden con invitaciones eróticas; aguadores; cuenta cuentos; mujeres que fríen comida en los puestos de venta. Todo el tiempo retumban tambores e instrumentos, sin descansar ni un segundo, llevando el espacio hacia una suerte de frenesí permanente, lo que parece un contrasentido, porque el frenesí no puede ser permanente, pero créanme que aquí lo es. Maravilla y belleza en un solo espacio. Miseria y esplendor. Aquella tarde en la plaza indescriptible hacía un frío de los mil demonios, y al rato el cuerpo me pidió un té de hierbabuena. Me subí a una terraza en la esquina mejor ubicada, y desde allí me entregué al té y a la visión de aquella locura que hormigueaba abajo. No creo que lo olvide jamás.

Ya de noche, cuando nos esperaba otro evento, caminamos hacia un extremo de la plaza, y mientras esperábamos el transporte, vimos a un viejo ciego que pedía dinero, hay muchos en Marruecos, pero éste contaba con la peculiaridad de masticar las monedas que le daban, antes de lanzarlas en un sombrero a sus pies. A un paisano del lugar intenté preguntarle por la actitud del viejo, e intentó explicarme que se trataba de una suerte de rito inacabable según el cual el viejo advertía el valor de la moneda con la lengua, y sólo entonces se la quitaba de la boca y la lanzaba al sombrero. Este extraño espectáculo de abundante saliva, que se hacía esperpéntico e hipnotizante a la vez, se había convertido en un hito de la plaza. El viejo que contaba con los dientes.

En la noche nos llevaron a un evento turístico. En las afueras de la ciudad se monta un espectáculo con caballos, camellos, danzas folklóricas, beduinos y demás iconos marroquíes, mientras se despacha un estupendo cordero con las manos, sentados alrededor de una mesa muy baja, cobijados por una tienda de lona de grandes proporciones. Las reconstrucciones albergan encanto y desilusión a la vez, esta no era la excepción.

El viaje estaba llegando al final. Desde hace nueve días nos introdujimos en un mundo ajeno, que nos fue entregando sorpresa tras sorpresa. Nuestro periplo nos llevaba al lugar en dónde comenzó el giro: Casablanca, la ciudad de evidente influencia francesa, a orillas de un mar que articulaba unas olas de largo recorrido. Al no más estar de vuelta en la ciudad que inmortalizó a Humphrey Bogart nos introdujimos en el laberinto de la medina que, ciertamente, no es ni de lejos la de Fez, verdadero patrimonio de la humanidad, pero si ofrece el mismo paisaje humano inquieto, interpelado por la necesidad de vender, dominado por la insistencia. Entonces, pasó lo que no había pasado hasta ese momento: uno del grupo se perdió en la multitud de la medina, y pasaron horas antes de que apareciera. Los minutos se hicieron siglos, y las horas milenios, hasta que surgió por entre el laberinto como la figura de una diosa venerada.

De aquella nueva inmersión en el mundo árabe, sólo nos quedaba la amarga experiencia del sobrepeso en el aeropuerto. Ingrata noticia que asumimos con resignación, pero que amainaba en su ardor porque llevaba en mi maleta el tesoro de un objeto, de los pocos, que tocaron la puerta de mis deseos: un perro de bronce en actitud de alerta, listo para emprender la carrera detrás de su futura presa. Ahora me acompaña en casa, recordándome a diario lo que necesito que me recuerden: la vida, también, es un coto de caza.