La imprevista Verona
Por: Con Clase
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Por Rafael Arráiz Lucca

Dejábamos atrás la ciudad de agua, la Serenísima, y nos despedíamos de la pequeña urbe que venera a un santo, Padova. La autopista nos acercaba a una trama urbana de resonancias dobles: existía, era real, pero alimentaba un mito al que le había dado cuerpo un inglés llamado William Shakespeare, un mito de imprecisable ocurrencia: Romeo y Julieta.

Mientras avanzábamos por la certeza vertiginosa de la autoestrada, el espacio neblinoso e incierto de la literatura sembraba sus acertijos: ¿existieron o no los Montescos y los Capuletos? -preguntaba Eugenia-. ¿Alguna vez visitó Shakespeare a Verona?, inquiría Cristóbal. Sí y no, eran las respuestas. Jamás vino a Verona el hijo predilecto de Stratford-upon-Avon; sí pueden haber existido ambas familias, pero parece ser que, más que dos familias, eran clanes, partidos políticos que se odiaban a muerte, que se repelían como el Yin y el Yang. Referencia de ellos hace un señor conocido como Dante Alighieri, después de su estancia veronesa, entre 1299 y 1304 (“Vieni a veder Montecchi e Cappeletti”) y, probablemente, de allí partió la curiosidad del inglés por la lejana ciudad italiana. En cualquier caso, la tragedia estaba al alcance de la mano, el drama amoroso que el dramaturgo buscaba trabajar allí, sobre el equívoco, y cubierto con el mano del honor.

Una casa que no es la casa

Aunque no es la casa de Julieta, se le visita como tal. La imaginación se impone sobre la realidad, y la realidad pasa a ser lo que la ficción determina. “Se non é vero e ben trovato” (Si no es verdad, merece serlo), parece ser la consigna que late alrededor de los amantes de Verona. La casa está allí y todos la visitamos sabiendo que no fue la casa, pero en el paseo espacial se rinde un tributo metafórico. Es tanta la realidad que creó Shakespeare, que la crudeza de los hechos no puede desmentirla: por ello los veroneses han hallado un ardid: allí está la casa, aunque no sea; allí está la tumba, en el convento de los padres capuchinos, aunque no sea. Pero, qué importa. ¿Acaso son menos existentes los amantes de Verona por no saberse a ciencia cierta si respiraron sobre el mundo o sólo lo hicieron en los efluvios inagotables del inglés universal?

Hasta las puertas de la casa de la enamorada vamos y le rendimos tributo a su memoria. El camino nos va ofreciendo el prodigio de una ciudad asombrosa: pequeñas callejuelas por donde imaginamos que alguna vez Cayo Valerio Catulo encontró el motivo de algunos de sus futuros epigramas, siempre referidos a su indoblegable amor por Lesbia. Porque en aquel poblado, a orillas del serpenteante río Adigio, nació el gran poeta latino, ochenta y siete años antes de que Cristo llegara al mundo. Y, aunque ciertamente la vida de Catulo transcurre en su mayor parte en Roma, a Verona no puede escamoteársele que allí educó sus ojos el niño que luego descollaría con la palabra poética.

Por aquellas callejuelas, decía, se llega también a la Plaza del Mercado, que sigue siendo espacio para la venta ambulante, con toldos protegida, y sobre la que descansan los pórticos de las casas aledañas, sí como las torres desde donde se avizoraba la llegada de los bienvenidos y los indeseables. La fuente de Madonna Verona está allí, desde 1368, erigida como símbolo de la ciudad. La misma urbe que es ocupada por los romanos en el 49 a.C. y que a lo largo de los siglos ha sido dominada por los Visconti, los Vénetos, los franceses, los austríacos, hasta descansar sobre jurisdicción italiana desde hace años.

Las mismas callejuelas (Vía Stella, Vía Giuseppe Mazzini, Vía Leoni, Vía Nizza) que alguna vez trajinó Marco Vitrubio Polión, el gran arquitecto de tiempos de Augusto, el autor de una de las obras capitales de la arquitectura y el arte de su tiempo. Las mismas que hoy están acotadas por las tiendas más discretas y espejeantes, por ese imperio del buen gusto que es la moda italiana; las mismas que bien pueden desembocar en la Plaza Bra, que circunda al Anfiteatro Romano, mejor conocido como la Arena de Verona.

Un templo para la Ópera

Las mejores cantantes de ópera del mundo tienen a la Arena de Verona como uno de los sitios capitales. Llegar allí y consagrarse como una voz respetable, es lo mismo. El Anfiteatro de Verona es sólo menor en tamaño al Coliseo de Roma; fue levantado durante el siglo I después de Cristo, y hoy día, para las noches de ópera, pueden habilitarse cerca de veinticinco mil puestos. Todos los años la peregrinación hasta aquellos predios, por parte de los melómanos del orbe, es puntual, tanto como el sol del verano veronés que se cuela por entre los toldos y juega con los tonos del café, mientras la infaltable motoneta es gobernada a toda velocidad por una muchacha de piel italiana, esa piel inconfundible que sólo ostentan las herederas del Imperio Romano. Como en toda Italia, la calle es el sitio donde ocurre la vida, donde acontecen los ritos celebratorios de la fiesta vital, ya lejanamente ensombrecida por los demonios del autoritarismo y la desolación. Verona es próspera, como casi toda Italia; es industriosa y febril, tanto en la confección de manufacturas como en la atención al visitante deslumbrado.

A orillas del río se yergue imponente el Castelvecchio, construido por Can Grande II de la Scala en 1534. Perfectamente restaurado después de los estragos de la Segunda Guerra Mundial, hoy alberga una pinacoteca, nada despreciable, compuesta por obras de devoción católica. Injustamente postergada por el visitante, en razón del imán de los amantes de Verona, la colección es altamente significativa. Igualmente lo son los templos religiosos que asisten al fervor de los veroneses de todos los tiempos. Varias joyas se distinguen: la iglesia de Santa Anastasia, la iglesia de San Juan de la Pila, la Catedral, la iglesia de San Lorenzo y muchos otros templos católicos, que guardan en sus interiores piezas prodigiosas del arte.

No sé si he sido suficientemente contundente en la expresión de mi asombro ante esta ciudad. Si no lo he sido, pido excusas porque, en verdad, Verona bien vale el viaje, sin la menor duda. Incluso amerita una estadía mayor a la fugaz de uno o dos días. Lo ideal sería pasarse una semana larga en los días de la temporada de ópera, dejándose llevar por el embrujo de los cantantes y esmerándose en el descubrimiento de sus tesoros culinarios. También valdría la pena acercarse al lago de Garda, el más grande de Italia, apenas a treinta kilómetros de la ciudad y abrevadero de los veroneses que buscan una tregua. En esa semana podrían auscultarse todos los rincones de la urbe, retomando el espíritu de los amantes shakespereanos que han hecho de la ciudad un icono, un símbolo de los amores contrariados. La experiencia podría ser la contraria de Romeo y Julieta, así le rendiríamos homenaje: lograríamos la plenitud que a ellos el equívoco y la intolerancia les arrebató, vilmente.