Elogio y maldición de las redes sociales
Por: Con Clase
      A-    A    A+


Por: Alonso Moleiro


Si antes se trataba de revisar cartas, o incluso de chequear el buzón electrónico en la computadora, ahora lo primero que uno hace al despertar, es tomar el teléfono y revisar qué traen de nuevo las redes sociales.

Todavía en la cama, antes del café negro, pasamos por el Instagram, a entretenernos con las zonas lúdicas de la comunicación; por el twitter, para intoxicarnos con discusiones políticos y personas indeseables; y finalmente en wassap, esta plataforma que constituye un capítulo personalizado de la revolución digital, y que tiene algo de las dos anteriores: debates envenenados e inconducentes y videos sorpresivos y divertidos.

Podemos afirmar, pues, que el día comienza cuando wasap se anuncia con un ronquido en el teléfono, una vez este encendido, junto la llegada de los rayos solares, y sus nuevos mensajes comienzan a bajar a alta velocidad, con sus debates trasnochados, sus respuestas a inquietudes del día anterior; las discusiones de política que se traen al remolque los grupos de trabajo y los mensajes que te dejaron los amigos que tienes en el extranjero.

La humanidad se comunica y se informa cada vez más y mejor. Las redes sociales han articulado nudos en los cuales la comunicación personal se entrecruza con la comunicación pública. Tenemos a la mano contenidos abundantes, complementarios y convergentes, de una maravillosa crudeza, con información que va desde el espacio sideral hasta el centro de la tierra. Todo aquel que lo desee, puede experimentar su delirio personal de fama y reconocimiento, subir al escenario y dejar de ser espectador, si emprende como artesano, si debuta como cantante, si le gusta contar cosas, junto a los seguidores que se tomen la molestia.

El debate reticular le abre campo a las inquietudes colectivas, fortalece la democracia de los contenidos, convierte al ciudadano en sujeto informativo, le coloca nuevas trabas al morbo de la censura y ha servido para expandir valores compartidos en torno a las libertades públicas, al activismo político, la sensibilidad ambiental, la defensa de las minorías sociales y la conciencia civil. Han fortalecido la solidaridad y la caridad pública y ponen sobre la mesa drama sobre los cuales estamos obligados a tomar nota.

Por los demás, las redes sociales han producido un enorme trastorno en el negocio de la intermediación con la audiencia y el tratamiento de noticias, que le ha restado el peso tutelar a los medios de señal abierta, los antiguos amos de la opinión pública, la televisión y la radio.

De alguna manera, han desembarcado para atender la queja más común que podía escucharse en teóricos de la comunicación y académicos de finales del siglo XX: este según el cual las grandes corporaciones comunicacionales monopolizan a placer la circulación de contenidos, y moldean los pareceres de la ciudadanía para salvaguardar sus intereses, y manipulan consciencias con su programación y sus espacios publicitarios, a resguardo de cualquier tentativa de fiscalización pública o de responsabilidad social.

El debate en las redes hace que el licuado en la formación de criterios de la opinión pública sea otro, a veces alejado de la voluntad de los ejecutivos televisivos y otros poderosos, que ahora pueden ser interpelados y cuestionados por ciudadanos comunes, que tuitean, y viralizan videos, y se coaligan con otros voluntarios para hacer algo más que enviar una carta a la redacción.

La revolución de las redes sociales honra el ciclo comunicacional de la interactividad que la televisión del siglo XX omitía y se salta con una garrocha la chatarra conceptual del marxismo sobre la hipnotización de las masas.

Pero bien: he aquí que, como ha sucedido en el pasado, como sucedió con la televisión, los avances de la tecnología y sus beneficios se traen consigo su ración de taras culturales y sus vicios, concretando, otra vez, el intercambio de soluciones por nuevos problemas.

La interactividad comunicacional es también emocional: nos vemos forzados a lidiar en las redes con personas oscuras y sin criterio, que se coaligan con facilidad para fomentar el odio sin proporciones y amargarnos el día. La democracia en las comunicaciones vino a nosotros a recordarnos que no todo el mundo es razonable y bien intencionado, sino que la sociedad está también poblada por individuos miserables e indeseables. Es relativamente sencillo, además, hacer tomar aliento a un tornado de opinión en el opaco artificio de los bots.

Las redes sociales se devoran nuestra atención y fomentan nuestra dispersión, y la de nuestros hijos, a niveles verdaderamente inconvenientes, y en demasiadas ocasiones haciendo consumo de chatarra. Las dimensiones de su uso son narcóticas. Alteran el sueño, nos pueden hostilizar y nos alejan de la lectura y de las reflexiones hondas. Nuestros hijos, en particular, lucen expuestos a la sordidez de internet, al filtro de contenidos para adultos, a las estafas, las engañifas, las burlas, las agresiones y las imitaciones, incluso a ser víctimas del hampa. Con demasiada facilidad toman vuelos los bulos, las “fake news”, que producen graves distorsiones en la información y le ofrecen combustible existencial a los fanáticos y los tontos. Termina un poco cansado de tanta gente que se cree famosa sin serlo.

Hasta el cuello de trabajo y obligaciones, las circunstancias de pronto nos sorprenden con una tarde perdida en otro debate estéril de twitter, maniatado emocionalmente por otros, teniendo que asumir señalamientos de gente que no conoces, intercambiando epítetos sobre el sexo de los ángeles.

Caminando a dormir, o despertando al día siguiente, la mañana debuta con un “discrepo de tamaña barbaridad”, o “tus apreciaciones dejan mucho que desear” o un “te voy a agradecer que me respetes.” Antes del propio encuentro de la pasta dental con el cepillo de dientes.