Crónicas Viajeras
Por: Con Clase
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El Cairo, Alejandría, el Nilo y Karnak: cuatro espacios de un mismo sueño.

Por Rafael Arraiz Lucca

En una primera visita panorámica a Egipto, el viajero es tocado por la magnitud de las expresiones materiales de una cultura milenaria. La incesante vida de El Cairo, contrasta con la navegación idílica por el Nilo histórico. No cabe la menor duda: la travesía fluvial, la contemplación de las pirámides, la constatación de Alejandría, constituyen la punta del iceberg de una de las experiencias centrales en la vida de un viajero: Egipto.

Desde Londres cualquier viaje es posible, por más lejano que se vislumbre. Ocurre que los británicos cada año que pasa viajan más, a lugares más ignotos, y a precios más baratos. Para los venezolanos es arduo imaginar que en otros países del mundo la vida es mejor y los sueños menos improbables. Cuando les cuento a mis amigos que nueve días en Egipto pueden costar menos que el mismo número de días en Margarita, pues largan la carcajada y no me creen, pero es cierto. Entonces los exhorto a navegar en internet y a buscar en las páginas menos transitadas, para que encuentren lo que a simple vista jamás hallarán.

Los tesoros de El cairo

Abandonamos Heathrow en una mañana soleada, como suelen ser muchas de las mañanas inglesas, aunque el estereotipo indique otra cosa, rumbo al aeropuerto de El Cairo. Desde las ventanillas del avión se divisaba la insólita frontera entre las vegas del río y el desierto. Nada más drástico: el verdor con datileras, y pocos metros más allá, la arena y la arena. El Cairo es una ciudad que cifra alrededor de 10 millones de almas, desparramada a orillas del Nilo, y robándole espacio al desierto, es la ciudad más grande de África y el Medio Oriente, además de cruce de culturas. El patio trasero de las casas nuestras, donde quedan olvidados los cachivaches, en esta ciudad está en el techo de las viviendas. Qué extraño espectáculo: todos los techos son desvanes al aire libre, pero sólo los ve el que los divisa desde las alturas.

Si la mezquita de Mehemet Alí, construida en 1830, es monumental, y alberga un espacio interior gigantesco, iluminado por una de las lámparas colgantes más grandes que he visto, no menos interesante es el Museo Egipcio de El Cairo, obra arquitectónica del francés Marcel Dourgnon. Allí está el Tesoro de Tutankhamón, que deja sin aliento a cualquiera y, sin embargo, todo indica que se trataba de una dignidad menor. ¿Cómo habrán sido las tumbas de faraones de mayor importancia, que no han sido descubiertas o no sobrevivieron al embate de los años? Este descubrimiento ocurrió el 26 de noviembre de 1922, cuando el arqueólogo Howard Carter fue llevado por sus estudios e intuiciones hasta el sitio exacto del tesoro, en el Valle de los Reyes, también conocido como La Necrópolis de Tebas.

Ya conurbado con El Cairo va uno acercándose a Giza, nombre con el que se conoce hoy a la Gran Necrópolis de Leópolis, planicie donde se yerguen desde hace casi cinco milenios las tres pirámides (Keops, Kefrén, Micerino) y la esfinge de Kefrén, testigo inmutable del paso del tiempo, desde eras difíciles de imaginar. A las siete de la noche tiene lugar un espectáculo, entre pedagógico y efectista, que si uno hace caso omiso de las exageraciones para incautos, puede revelarse estremecedor. No deja de sorprender el culto a la muerte, que fue eje de la religión egipcia, y que le otorgó sentido a toda la obra material y espiritual de un pueblo.

Sobre la misma banda oriental del Nilo, pero en sentido inverso al delta, se levanta la pirámide de Kozer, en la zona de Sakkarah, construida por el arquitecto Imhotep y, por ahora, la construcción en pie más antigua de Egipto y, en consecuencia, del mundo, al menos en lo que se refiere a dimensiones monumentales. Esta pirámide se levanta solitaria, y la visita menos gente que el conjunto de Giza, de modo que puede sentirse mejor la soledad de las tumbas, y el susurro entre apacible y desconcertante del desierto. Nosotros fuimos en junio, y la temperatura llegó a tocar los 45 grados a la sombra y, sin embargo, créanme, el calor no era insoportable. Y la razón es muy simple: la humedad es inexistente, por ello se han conservado en perfecto estado los papiros y las piezas funerarias. No ha habido fuerza capaz de corromperlas, las ha protegido la sequedad más pura.

En el mercado de Khan al Khalili, trazado en el siglo XVI, la familiaridad con el ambiente y los usos de los vendedores, la fisonomía de los transeúntes, los olores, prácticamente todo es análogo a nuestros mercados. Entonces iba tomando cuerpo en mi memoria un poema memorable de Álvaro Mutis, “Una calle de Córdoba”, en dónde el poeta caía en cuenta de lo árabes que somos, como herederos de los colonizadores españoles, antes conquistados por los moros durante ocho siglos.

Alejandría: ni rastro del pasado fulgurante.

Fuimos en tren desde El Cairo hasta Alejandría. El sólo nombre de la ciudad me hacía pensar en su imponente Biblioteca y en el Faro, una de las siete maravillas de la antigüedad (El mausoleo de Halicarnaso, el templo de Artemisa en Efeso, el coloso de Rodas, los jardines colgantes de Babilonia, la estatua de Júpiter Olímpico, las pirámides de Egipto), pero sabíamos que no quedaba ni el rastro. El visitante observa el mar desde la costa, y supone el sitio en que el Faro estuvo, sin embargo, el viaje vale la pena. La avenida costanera mediterránea ocupa kilómetros y, aunque los egipcios hacen esfuerzos por rescatar su vocación veraniega, el estado de los edificios no es el deseado, ni la calidad de los servicios turísticos la mejor. La visita a Alejandría no es indispensable, pero tampoco huelga acercarse a aquella costa larga, donde alguna vez la civilización se jugó su destino.