…nada hay oculto que no haya de descubrirse, y nada escondido que no llegue a saberse. Lucas 12, 2.
      A-    A    A+


Por Gerardo Vivas Pineda
Senior promoción 1971.


Sutanejo y Perencejo se habían conocido desde kindergarten en el Colegio San Ignacio. Traspasaron la enorme reja negra a la entrada del plantel cuando, el año febril de 1958, una dictadura recién había caído, sin siquiera imaginar que alcanzarían las cumbres de la tercera edad entre las sombras sangrientas de una nueva tiranía. Trece años después de ingresar recibieron la medalla y el título que los designaba seniors y antiguos alumnos ignacianos, dejando en el campus de Chacao un recorrido escolar donde los abrazos al comienzo y final de cada curso, los chutes con pretensión de goles olímpicos, las excelencias y los premios de conducta a fin de año, las marchas kilométricas en paradas militares por la ciudad, las excursiones ascendentes por la cordillera de la costa, las boletas quincenales con tintas azules y rojas, las misas diarias en la capilla propia, los rosarios obligatorios con letanías de memoria y hasta las metras bolondronas y culicitas eran una marca de fábrica tatuada en sus pechos juveniles. 

Allí dejaron los pantalones cortos en Villa Loyola mientras las Esclavas de Cristo Rey, muertas de risa, los defendían de Alí Rájame el Coco y sus huestes quintoañeras; se colocaron pañoletas bicolores del CEL para soñar con las más altas cumbres de la Tierra; se uniformaron con el traje corto de la Cruzada Eucarística para realizar apostolados infantiles y con la guerrera azul-rey de la Banda de Guerra para encabezar los mejores y más largos desfiles de Venezuela; sudaron la camisa de rayas rojiblancas del Loyola acaparando copas y campeonatos; se guindaron del cuello la medallota de la Congregación Mariana con el objeto puro de venerar a la Virgen, y se acostumbraron a portar ese nombre de ignacianos que, con orgullo supersónico, detentan quienes alrededor del mundo concurren a las aulas donde San Ignacio de Loyola imparte clases de hombría cristiana. Luego de graduados mantuvieron una amistad que no por esporádica era menos afectuosa. Durante nueve lustros celebraron entusiastas reencuentros para conmemorar la hermandad loyaltarra con la promoción completa, mientras algunos compañeros abandonaban este mundo para probar las recompensas prometidas por la llave Jesucristo-Ignacio de Loyola. 

Todo ese sustancioso background ofrecía una cédula de hermandad a prueba de bombardeos circunstanciales. Pero todo se fue al foso cuando la engañosa combinación de celular y chat —dentro de la amplísima gama de redes sociales siempre amenazadora con producir nuevos y sorpresivos inventos desestabilizadores—, rompió esa amistad que, según decían sus allegados, era invencible y poderosa. ¿Cómo fue posible? ¿Pudo más la máquina que el hombre? ¿Hasta qué punto es un problema de esa promoción, o de una generación entera? ¿Cuántas amistades habrán de desintegrarse porque el chat remeda cuadriláteros de boxeo en los cuales una especie de muerte súbita es la única salida entre compañeros anteriormente fieles como hermanos?

La respuesta a tales incómodas interrogantes no es sencilla. No es posible elaborar un diagnóstico inmediato sin abarcar amplias consideraciones históricas y sociológicas, por decir lo menos. Alguien más temperamental sugiere connotaciones incluso psicológicas o psiquiátricas, pero todavía no lo creemos necesario, a pesar de que la presencia de machos alfa en cada promoción impone dominios irrestrictos y aplanadoras temáticas aun a costa de la estabilidad emocional del conjunto. En esta oportunidad hemos coincidido en este modesto examen los integrantes de varias promociones de los años 50, 60 y 70 —las misas dominicales en el propio Colegio representan un escenario ideal, antes y después de la Eucaristía— para intentar una interpretación, por ahora muy aproximada, de un problema que se repite en todas las cohortes ignacianas, en unas más gravemente que en otras. Se llega a extremos inusitados y hasta ridículos, con las faltas de respeto y los insultos a la orden del día. No en balde un experto como el historiador Niall Ferguson, de la Universidad de Stanford, afirmó recientemente que “…en las redes sociales toda la energía está en los extremos. Las redes sociales funcionan incentivando la divulgación de noticias falsas y de opiniones extremas porque es lo que más capta la atención de los usarios…” (Francisco de Zárate en el diario El País, 04/10/2019). 

Nuestro conocido Moisés Naím, en su columna El observador global del 06/10/2019, titulada ese día “La guerra contra la verdad”, anota: “La información, potenciada por la revolución digital, será el motor más importante de la economía, la política y la ciencia del siglo XXI. Pero, como ya hemos visto, también será una peligrosa fuente de confusión, fragmentación social y conflictos… al mismo tiempo que hay información que salva vidas y es gloriosa, hay otra que mata y es tóxica. La desinformación, el fraude y la manipulación que fomenta el conflicto están teniendo un auge tan acelerado…”. Proviniendo de tales expertos, conservemos esos términos para desarrollar nuestro sencillo análisis.

No pretendemos elaborar un balance general sobre todas las redes sociales. Hablo en plural obedeciendo a un gentil mandato del grupo de antiguos alumnos anteriormente referido —el anonimato es el mejor escudo contra las advertencias posibles de compañeros radicales—, quienes ahora sólo nos centraremos en esa herramienta informática conocida como Whatsap y su instrumento digital chat. Es la que más nos preocupa por esos nefastos efectos antes relatados, los extremos anunciados por Ferguson y el conflicto advertido por Naím que se concentran en tales opciones. La Web y sus elementos digitales y virtuales, en efecto, enamoran, pero no dejan de dar cachetadas desagradables y sorpresivas, y en ocasiones también puñaladas traperas y dolorosas, estimulada la inestabilidad de las emociones en ese medio por el facilismo de la cultura Wikipedia, donde todo es posible porque todo se puede alcanzar.

Un escenario donde no se da la cara.

Coincidimos los contertulios en un hecho indudable. El fácil acceso al chat grupal constituye el primer atractivo para los usuarios, estando la mayoría de ellos jubilados o en actitud de retiro, es decir, con tiempo de sobra para dedicarle al teclado miniatura. El celular con conexión Wifi o suficiente carga de megas puede utilizarse en cualquier circunstancia. Quienes son absolutamente dependientes del recurso incluso han aprendido a usarlo cuando se bañan, sosteniéndolo por arriba del chorro de la ducha para no interrumpir charlas o hacer llamadas muy urgentes sin cerrar la llave del agua. Si pueden disfrutar de bañera es todavía más fácil, aunque más de uno ha visto su celular ahogado en un descuido al dejarlo caer en el agua jabonosa. ¿Cómo calificar este enamoramiento con el aparatico insolente?: ¿dependencia? ¿esclavitud? ¿alienación? ¿maquinización? Casos todavía más exagerados y extremos se comentan y viralizan en las redes, pero dejémoslos de lado para no enturbiar este texto con detalles escabrosos.

Un segundo pero no menos importante efecto seductor del chat reside en su condición de tribuna abierta, de teatro circular donde sólo algunos actúan pero todos escuchan y observan. Quien interviene con opiniones propias, citas textuales plagiadas o no, imágenes auténticas o trucadas, videos originales o manipulados, reenvíos ajenos, en fin, toda manifestación individual queda a la expectativa de las respuestas que generalmente son grupales. Está servido así el delicado escenario para que los acuerdos puedan generar ardorosos aplausos colectivos y los desacuerdos agrios enfrentamientos con los puños cerrados y amenazantes. Si se da esta última situación la falta de respeto no tarda en llegar, incluyendo, en el peor de los casos, la mención a la madre del contrario. Sucede en todos los chats y alcanza a todas las promociones. Pero no es lo mismo aplicarle individualmente en el chat privado el acrónimo CDTM a un compañero con quien se discute un sensible problema, que ponérselo en el chat comunitario donde docenas de espectadores siguen de cerca una discusión encendida, provocando la explosión de la bomba de hidrógeno previamente anunciada. Los efectos de la ofensa individual y directa siempre son mucho menores que los generados por el insulto frente a la cámara o el auditorio. Todos necesitamos saber que el grupo nos respalda, sea cual sea el conflicto y su origen, y casi nadie está dispuesto a abandonar ese espaldarazo común. 

Cuando se analiza con más detenimiento la causa de las disputas y el ambiente en que se producen una primera conclusión queda sobre el tapete: como los adversarios no se dan la cara, escudados tras la breve pantalla del celular, tienden a envalentonarse y subir el tono de las fricciones, circunstancia muy difícil de surgir si estuvieran reunidos en persona. En la época adolescente el famoso samán en una esquina futbolística del Colegio servía de ensogado y atestiguaba rectos a la mandíbula, revolcones en el suelo y desgarramientos en las franelas Chemise Lacoste. La edad juvenil no imponía frenos ni prudencias, y el estreno de las hormonas masculinas aumentaba la frecuencia de los combates, obligando al padre Fernando Moreta a designar un local cerrado y proveer guantes de boxeo a los contrincantes, a ver si era verdad la arrogante hombría desplegada a campo abierto. Algunos se cruzaron la cara con ganchos de derecha, pero al menos la sangre ya no corría por las cejas rotas y las narices aplastadas; otros prefirieron hacer las paces frente al réferi con sotana sin tirar un solo golpe. Pero hoy en día el celular es un samán a distancia donde no hay puños con nudillos afilados sino palabras con gatillo a veces alegre, otras veces empapadas en pólvora dispuesta al chisporroteo repentino. En ese ring nunca habrá una cara partida, pero sí alguna amistad disuelta. La acidez de las provocaciones será entonces el principal motivo de la desintegración fraternal.

Tendencias y provocación: el método de la querella.

Todos los compañeros en nuestra tertulia dominical coinciden en un hecho común de las discusiones en lejanía: siempre hay el provocador profesional que satisface sus emociones retando a los amigos. La política constituye la alfombra más fácil de sacudir bajo los pies de un contrincante cuando las razones de Estado, principal móvil de discordia, imponen subidas de volumen y apelativos denigrantes. Tras veinte años de desgobierno y tragedia nacional miles de familias venezolanas —probablemente sea más exacto referir millones— se han encontrado rotas por el bisturí político. No es de extrañar entonces que amistades extendidas en el tiempo sean extinguidas por un todo o nada partidista que, puesto en el chat, remueve filiaciones ideológicas y revuelve entusiasmos contenidos o frustraciones acumuladas, cuando no reconcomios comprimidos. Pero insistamos: como la pantallita es al mismo tiempo escudo protector y vitrina de exhibición, brotan las posiciones extremas y las frases compuestas para atizar al adversario, sin temor a un dolor epidérmico o a un moretón facial que no pueden producirse gracias a que los antagonistas se encuentran apoltronados en su casa meneando un roncito con hielo, si la pelazón total se los permite. Y mientras más apoltronamiento y más rones on the rocks acompañan a los protagonistas más heridas virtuales pueden resultar de la contienda. En medio de la gresca llueven incluso las intervenciones de los tímidos y los meramente observadores, porque esa política donde un gobierno esgrime su propia partida de defunción, pero sobrevive gracias a la denominada ideologización de los capitostes que controlan la violencia estatal, esa política, decimos, no deja indiferente a nadie. Si el provocador tiende a quedarse solo en el más extremo de los extremos recibe constantemente baños vejatorios y ofertas de garrote vil, con las ofensas más atrevidas que comprenden el temido CDTM. Se repite así la sentencia habitual “Él se lo buscó”, y para sorpresa de todos en ocasiones el buscador ni se arredra ni se arrepiente, reconociendo que lo ha hecho a propósito “para jod…”. Lamentablemente su soledad resultante empieza a pasarle factura, y en algunos casos pide disculpas por medio de los chats privados a una reducida selección de compañeros. Son casos raros y curiosos, como libros de colección olvidados que nadie lee. 

Los provocadores en su mayoría, sin embargo, no alcanzan topes de disenso como para que llegue la sangre al río; prefieren retiradas breves y estratégicas para coger aire, recargar las pilas y volver a la carga. Quizás sean estos los más peligrosos, pues son genuinos acumuladores de tensiones que tarde o temprano estallarán en la cara de los rivales, y probablemente bajo la carpa del grupo entero. La promoción, no obstante, permanecerá en silencio o hará corrillo alrededor de uno de los esgrimistas digitales, por lo general en torno al más popular de los amigos enfrentados que casi siempre asume el rol de macho alfa, como alegamos anteriormente. Pero si la estocada ha sido profunda tal vez no haya vuelta atrás.

Luego del ring político encontramos una de las tendencias más presentes y polémicas en los chats masculinos, auténtica medusa de mirada cegadora, seducción indomable y marcha irrefrenable: la pornografía. Nuestros cálculos —recordemos que el paciente en estudio abarca a toda una generación, incluyendo al menos diez promociones de los años 50 a los 70— producen el siguiente ejercicio: al menos un 10 % de cada grupo ignaciano es totalmente partidario de colocar cuerpos femeninos desnudos en el chat, la mitad de ellos en franca versión explícita y pornográfica. Otro 40 % comenta jocosamente la figura expuesta, en variedad de expresiones chistosas, machistas y oportunistas. Del 50 % restante sólo un 5 % critica abiertamente la descarga de hembras instrumentalizadas en el chat, y cuidado si somos demasiado escrupulosos con el número. El 45 % restante jamás dice Esta boca es mía

Puestas así las cosas, se han presentado discusiones en las cuales la reducida patrulla antipornográfica resulta avasallada por el mayoritario batallón desnudista. El balance final, sin embargo, queda en un tablas obligado por el silencio o la huida de los exhibicionistas femeninos ante incómodas preguntas formuladas en pleno forcejeo: ¿qué harías si la mujer mostrada fuera tu hija o tu esposa? ¿qué opinas si en el chat de las cónyuges ellas colocaran hombres desnudos con sus sexos al aire? Ante tales interpelaciones la respuesta inmediata es el silencio. Frente al argumento “Lo que es igual no es trampa” hay pocas opciones de respuesta razonada, y enmudecen las bocas que antes abogaban por la presencia de chicas en cueros y a distancia.

Pero el aparente empate en la contienda queda desmentido por la permanencia dosificada de los cuerpos como vinieron al mundo, cual estatuas que el sexismo programado por la concentrada cultura de la imagen no quiere derribar. Parece ser la herencia imbuida en nuestras mentes por aquel señor de apellido Hefner que en 1953, cuando muchos de nosotros nacimos, publicaba el primer número de la revista Playboy en donde, además de espectaculares mujeres sin ropa y con la vergüenza deshilachada, aparecían premios Nobel declarando méritos propios, políticos dignos de sillas presidenciales prometiendo mejoras de la economía, y deportistas de primera línea anunciando sus bodas con rubias estrellas de Hollywood. Era el más hábil mercadeo para incorporar al American Way of Life el usufructo comercial de la mujer al servicio del hombre, que además tuvo en los Clubs diseminados por la geografía estadounidense la sede inconmovible del nuevo sexo que las conejitas Playboy proyectaban al mundo occidental, carnetizando al hombre en el Club y en la civilización avanzada capaz de conquistar la luna y dividir el átomo. Con esta perspectiva deslumbrante, los varones practicantes del machismo puro y duro, enfundados en blue jeans de marca y fumando Marlboro, institucionalizaron el sexo libre en plenos años 60 y reforzaron la respuesta femenina con la llegada de la píldora anticonceptiva, la proliferación de la minifalda creada por Mary Quant a ambos lados del Atlántico y la sexualización de las letras en el rock —“I can get no satisfaction” de los Rolling Stones marcó la pauta, entre otras—, moviéndonos el piso a la mayoría de los ignacianos en nuestro cruce de la encrucijada vital cuando transitábamos la carretera de niños a hombres. Casi todos quedamos invariablemente programados: la mujer soñada adoptó para siempre el atributo de hembra-objeto, y las excepciones a la regla buscan todavía un rincón donde esconderse.

¿Para qué son los semáforos?

En varias ocasiones se ha planteado en los chats proponer normas mínimas que regulen las intervenciones de los miembros, con el objeto de evitar situaciones extremas y mantener, al menos, el respeto mínimo entre unos y otros. Pero el principal obstáculo para lograrlo es la ambigua idea de libertad que predomina en los grupos. Una inmensa mayoría permanece convencida de que cualquier norma o reglamentación atentará contra el valor más sagrado de la democracia, esa libertad que define y caracteriza la cultura occidental desde sus más remotas épocas. No obstante, recurrir a semejantes posturas echa por tierra el efecto más práctico que se quiere lograr: recordar la imperiosa necesidad de ordenar el tránsito para no estrellarnos unos con otros, lo que podríamos llamar el efecto semáforo. Se detesta su luz roja porque en los chats se le atribuye una duración absoluta; se desea la luz verde creyéndola un derecho permanente e inextinguible; a la luz amarilla se le desprecia como una especie de ni fu ni fa que no sirve para nada. Se obvia la alternabilidad de las tres luces, como si fueran un cepo inamovible y estrangulador. En otras palabras, o la libertad se conserva completa y sin ningún tipo de restricciones, o buena parte de los usuarios prefiere abandonar el chat. En caso de continuar figurando en el grupo, muchos escogen seguir vaciando contenidos polémicos, difíciles y hasta provocadores para otra parte de los compañeros. Se aterriza en un aeropuerto sin torre de control con muchos aeroplanos sobrevolando una pequeña pista. Alguno de ellos chocará de frente contra otro avión libre de ataduras, olvidando que tan sólo una tímida luz amarilla serviría para recordar la utilidad de la prudencia y el respeto en las relaciones interpersonales. Luces permanentemente rojas o verdes podrían echarse a la basura, pero hasta el más amarillento e inocente foco de advertencia es despreciado por la mayoría.

En soberano contraste, cantidad de organizaciones, vecindarios, empresas y demás agrupaciones profesionales o sociales ajustan un mínimo de normas básicas al uso de su chat, y las aguas nunca se salen de su cauce. Entienden la utilidad del efecto semáforo e incluso excluyen sin miramientos a quien no lo obedece. La paz predomina en su desempeño sin perder intensidad el intercambio de opiniones, sugerencias o pareceres.

La hermandad loyaltarra da la cara.

Vistas las diversas circunstancias y la magnitud de las consecuencias que resultan de los conflictos entre amigos veteranos, vale la pena resaltar los intentos de rescate que se van dando en algunos chats para recuperar las afinidades perdidas. Muy frecuentemente se recurre al recuerdo de intensos episodios colegiales en pro de recuperar afectos inviolables: el celista cargando el morral de un compañero cojo en pleno ascenso a la Fila Maestra; el defensa central animando a su arquero goleado por los detestados rivales de La Salle; el compañero soplando la última pregunta del examen final de matemáticas del profesor Urmeneta al amigo a punto de ser raspado y condenado para septiembre; la ardorosa pega en el Samán de la cual, luego de disparados todos los puñetazos y expulsados todos los sudores, los gladiadores sacaron como indestructible conclusión el verdadero valor de compartir pupitres vecinos; la sonrisa cansada pero centelleante de los de la Banda de Guerra luego de patear varios kilómetros en el desfile nocturno de la Cruz Roja, entre la plaza Altamira y la plaza Venezuela; la cesión de la chica del Sagrado Corazón, del Merici o del San José de Tarbes pretendida por un ignaciano a su pana del alma, siendo evidente su derrota en la competencia juvenil; o el simple pero significativo hecho de compartir la misma sección desde kinder hasta quinto año, acuñando para ellos el novedoso término Súper Senior para fastidiarle la paciencia a los Senior que merecían ese calificativo al ser ignacianos sólo desde primer grado; en fin, rutinas y conductas ejercidas durante años de fecunda vida escolar, ahora rememoradas con el fin de restañar heridas provocadas por el retador intercambio del chat

Muy productiva ha sido la colocación de fotografías extraídas de los Edasis de la época guardados afectuosamente en armarios, closets o gavetas, sobre todo reproducciones de las selecciones de fútbol, béisbol o natación en las diferentes categorías y campeonatos interclases o distritales, las competencias en bicicleta alrededor del Colegio mientras los curas regaban con manguera al ciclista jadeante en su aproximación a la meta, o las campañas electorales para escoger una nueva directiva del CESI capaz de poner papel toilette en los baños y agua fría en los bebederos.

Algunas promociones han recurrido a temas de alto nivel cultural como, por ejemplo, proponer exhibiciones virtuales de arte —pintura, música, literatura, escultura— en las cuales algunos deleitan a los compañeros con sus experticias y protagonismos, enriquecedores intercambios de saberes, aficiones y sorpresas. Más de uno ha descubierto un nuevo hobbie al cual dedicarle el tiempo que antes desperdiciaba gratuitamente desnudando anatomías femeninas. Debo dedicarle al menos unas líneas a la incomparable y generosa iniciativa de un reconocido artista de mi promoción 1971, que donó un hermoso cuadro de su autoría y rifó entre los sesenta miembros del chat, generando durante casi un mes atractivas expectativas de participación, camaradería y humor, echando sobre el ganador toneladas de sana envidia, vacilones esperpénticos y sinceras felicitaciones luego de conocerse el resultado del sorteo (abrazos afectuosos a ese compañero, porque nos dio a entender el valor de lo sublime). La idea había surgido por la acertada ocurrencia de convocar un concurso preliminar sobre Las meninas de Velázquez, seguido más tarde por la rifa antes referida y por un nuevo certamen para adivinar los autores de cuadros venezolanos expuestos en el chat. El llamado Museo Virtual del Arte ha configurado para esa promoción un refrescante respiro y una evidente dignificación de los contenidos puestos sobre la mesa. Se ha reducido el goteo de mujeres desabrigadas ante la avasallante presencia de Arturo Michelena, Tomás Golding, Diego Velázquez, Jan Vermeer, Anton Van Dyck, Edvard Munch, Paul Klee, Joaquín Sorolla o Norman Rockwell, todo ello acompañado de un Museo de las Palabras donde se colocan citas de escritores, filósofos o intelectuales célebres como Tolstoi, Schopenhauer, Ortega y Gasset, García Márquez o César Vallejo. A tal punto ha llegado el entusiasmo por los museos virtuales que continúan llegando sugerencias para nuevas salas digitales de exhibición. ¡Bienvenidas sean¡ 

Mientras tanto algún corazón parece estar pensándolo mejor: se han sacrificado demasiados afectos y merece la pena, al menos, pensar en el no siempre bien ponderado perdón y menear luego un vaso aunque sea con agua de panela para celebrarlo. Puede dar lo mismo si ese indulto es concedido o solicitado; lo importante es que suceda y rememore el pasaje bíblico: “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús… hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).

La fe, una fastidiosa piedra en el zapato.

Parece mentira. Trece años en el Colegio recibiendo catequesis constante, misas diarias y rosarios repetidos, y sin embargo buena parte de las promociones bajo nuestra lupa es, al menos, indiferente con la fe cuando se introduce el tema religioso en los chats. Algunos exigen su descarte y olvido como condición para ingresar y mantenerse en el medio digital; otros atacan directamente los dogmas, sacramentos y mandamientos de la Iglesia Católica, y sin querer traen a colación el episodio evangélico: “Entonces tomaron piedras para arrojárselas; pero Jesús se ocultó y salió del templo” (Jn 8, 59). No pretendemos ningún tipo de valoración moral al respecto, simplemente contrastar esa actitud con la de otros cientos de antiguos alumnos que se aferran a esa fe mariana e ignaciana por diversos y curiosos motivos, conservando estampas de la Virgen del Colegio y del Íñigo de la pierna rota en sus carteras o bolsillos, e incluso —muy pocos, hay que reconocerlo— recurriendo a los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Parecieran no existir las medias tintas, aunque la indiferencia mayoritaria a la que hicimos referencia tiene ese color. Amplísima variedad de asuntos incide en el retiro de la práctica cristiana, pero el hecho puede resumirse en un fallo breve e irrebatible: el mundo enamora, la fe emplaza. 

Respetables experiencias personales que se viven durante el recorrido de la vida imponen alejamiento o acercamiento al ejercicio religioso, y no nos cabe la menor duda de que haber pasado por el filtro contracultural de los años 60 nos programó de alguna manera. Hemos vivido entre muy disímiles contrarios, y siempre el extremo más atractivo ha sido el mundo seductor y oscilante. La figura de un nazareno proveniente de la Galilea levantisca que resucitaba muertos y fue resucitado por su Padre Todopoderoso, al lado de la conejita Playboy con su colita blanca y sus piernas destapadas, tenía todas las de perder para la mayoría de los ignacianos ingresando al terreno de las oportunidades postmodernas. Cómo creer y escoger la opción “Mi reino no es de este mundo” si ese mundo avasallante nos cautivó siempre con golosinas irresistibles. Al alcanzar el sexto piso de la existencia son casi nulas las posibilidades de dar un giro de 180 grados para exclamar “Me sacarás de la red que me han tendido, porque tú eres mi fortaleza” (Salmo 31, 5). Pero quienes lo han intentado al menos conocen la bendición de la Misericordia Divina. 

Merece la pena recordar las palabras del padre Orbegozo en una homilía reciente: "Dios no es un administrador de premios y castigos; es un médico que cura los pecados". Con permiso del estimado rector inventémosle con insolencia una especialidad clínica a ese doctor omnipotente: médico pecadólogo. Que nos dejemos auscultar ya depende de cada quien, sin olvidar que Él no pone el estetoscopio sobre nuestros pechos, sino sobre nuestras conciencias. Al lado de esa cardinal tarea que no todos se disponen a cumplir, los enfrentamientos en la arena pegajosa del chat semejan una brizna que, azotada por un vendaval, no sabe adónde va a caer; son una minucia irrelevante al lado del dolor y el recogimiento que sobrecogen a todo el grupo cuando un compañero cruza la frontera terrenal y se va a la ultratumba. En esa despedida, entre lágrimas y flores, las caras parecen perdonar todas las afrentas, los tropezones y los retos pendientes, porque se sigue cumpliendo la ley de la vida, luego de lo cual, como nos cantaba el recién llegado Julio Iglesias durante los fabulosos años sesenta, se acepta que “Al final las obras quedan, las gentes se van, otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual”.