La Copa Jules Rimet
      A-    A    A+


Por Jimeno Hérnandez Droulers
Abogado, MBA en gestión de entidades deportivas "Alfredo Di Stéfano" en la Universidad Europea de Madrid.
Historiador, Investigador y Columnista, autor del Libro "El secuestro de la Saeta Rubia"


Hoy, 21 de junio de 1970, el Estadio Azteca está a reventar. Por primera vez en la historia de los mundiales, se cruzan en una final dos selecciones que han ganado la copa en un par de ocasiones, por lo que veremos a una de ellas coronarse como la única tricampeona.

El sol se oculta sobre un cielo encapotado y gris. Los aguaceros han sido intensos en la capital mexicana, pero las nubes no evitan que los espectadores disfruten del ambiente, al presenciar lo que será un espectáculo brillante. Todo es color, ánimos, rugido de voces y cánticos, hasta que reina un silencio solemne para escuchar los himnos de ambas naciones. Estallan aplausos, cuando los capitanes de Brasil e Italia, los defensas Carlos Alberto y Giacinto Facchetti, se saludan con estrechón de manos e intercambian banderines con sus respectivos escudos frente al árbitro alemán, Rudi Glöckner. Nada tan precioso como el anticipo de saber que la fiesta del fútbol está por comenzar.

 
Llega el momento que todos esperan cuando rueda el balón. El césped está húmedo y rápido por las lluvias, condición que favorece a Brasil, pues el conjunto amazónico es experto en ir a ras de piso con sus toques, quiebre de caderas y regates. Aquello no evita que la primera ocasión sea para el conjunto europeo, al instante que Luigi Riva dispara desde afuera del área para obligar al portero Félix a rozarla con el guante y dejarla irse por encima del travesaño.

Brasil e Italia, se tantean con un ir y venir, en el que se juntan en un baile de samba Pelé, Jairzinho, Tostao y Rivelino, hasta que los italianos, expertos en cortar el juego del rival y lanzarse al contrataque, buscan a los veteranos Facchetti y Mazzola, compañeros en el Inter de Milán, quienes, al juntarse, terminan por bombardear centros aéreos desde los costados, para que Luigi Riva y Roberto Boninsegna puedan rematar de cabeza o ingeniárselas frente al arquero.

De repente, en el minuto 18, nace de un saque de banda una oportunidad para Brasil. Se la ponen con las manos botando a Rivelino, quien, sin pensar, o tocarla dos veces, levanta centro de un zurdazo al área para encontrar a Pelé, quien salta, mete un frentazo y la clava en la base del segundo palo. Tiene que ser la leyenda viviente del Santos quien abra la lata, marcando el gol número cien de la “Canarinha” en las Copas del Mundo.

Entonces Brasil se crece y se torna avasallante con eso del “jogo bonito”, hasta que en el minuto 37, Clodoaldo, tratando de zafarse de la presión de Riva, en vez de reventar la pelota, decide, con bastante frivolidad y sin ver, pasarla de tacón a sus espaldas. Boninsegna se la tropieza con el pecho, pica en veloz carrera, agarra a los centrales desprevenidos, crea un desorden en el área contraria, deja por el suelo a Félix y pone tablas en el marcador.

Al medio tiempo, Mário Zagalo y Ferruccio Valcareggi resaltan errores, emiten reproches o quejas, realizan llamados de atención y alientan a sus jugadores, al pronunciar discursos fogosos. Hasta ahora vamos iguales, nadie lleva ventaja y nos la jugamos por el honor. Aquí el equipo que haga el segundo, se lleva a casa el tercer laurel y se queda con la copa.

El segundo tiempo empieza con nervios tibios y, se va cociendo a fuego lento, como una buena sopa. Los brasileros no andan con tonterías y menos los italianos. El vaivén es electrizante, aupado por las barras. Cada vez que Pelé o Mazzola reciben la pelota el público se pone de pie, anticipando lo que puede ser una ocasión de gol. Sin embargo, nadie puede hinchar las redes hasta el minuto 66, cuando Jairzinho trata de quitarse a Facchetti, este la roza y queda perfecta para que Gérson haga un recorte, se sacuda un par de defensores y pruebe suerte desde afuera del área, tirando un misil imparable que hace sonar el grito sagrado del gol.



Italia trata de igualar, pero de ahí en adelante la cosa es “agárrenla que va en bajada”. A los cinco minutos, Carlos Alberto mete un centro milimétrico al área desde la media cancha, Pelé la baja de cabeza y se la pone en el pie a Jairzinho, que sólo tiene que empujarla. La “Azurra” intenta todo lo posible por conseguir el segundo, o el de la honrilla, para que la derrota no sea tan abultada. Sus esfuerzos resultan en vano cuando Brasil amarra el balón, y después de una jugada colectiva espectacular, queda en pie del diez, quien se lo acomoda gentilmente a Carlos Alberto para que, a la carrera, saque un trallazo con la velocidad de una bala y ponga el último clavo sellando el ataúd.



Brasil se convierte así en la última selección en levantar la copa Jules Rimet, ya que, al ostentar el título de tricampeona queda con derecho a la posesión definitiva del trofeo, que pasa a ser expuesto en la sede de la Confederación Brasileña de Fútbol en Río de Janeiro, donde reposa en una vitrina de una sala museo en el noveno piso, como símbolo del mayor logro futbolístico de aquel país.

Ahí se mantiene durante trece años, pero como ese número es de mal agüero, la noche del 19 de diciembre de 1983, tres individuos armados con pistolas ingresan al sitio por la fuerza, someten a los guardias y se hacen con ella.

Al conocerse la noticia, los periódicos del mundo entero insinuaron que la copa estaba rodeada por un aura de mala suerte, y anunciaba su probable desaparición después de más de cuatro décadas. Aquella no era la primera vez que se extraviaba, pues, durante el lapso que la esculpieron hasta el momento del robo, dicha presea fue protagonista de múltiples aventuras.

Para quienes no la han visto, ya que algunos de nosotros únicamente recordamos la que fue entregada a partir del mundial de Alemania 1974, fue diseñada por el artista francés Abel Lafleur, hecha de plata esterlina enchapada en oro, con base de lapislázuli, una gema color azul “ultramar”. Medía unos treinta centímetros y pesaba casi cuatro kilos. Era una imagen alegoría de Niké, diosa griega de la victoria, con alas estilizadas y los brazos levantados, sujetando una copa octogonal. Era preciosa, pero nada en comparación con la moderna.



Se le conocía con el nombre Jules Rimet, en honor al presidente de la FIFA que organizó la primera Copa del Mundo, quien, por cierto, viajó con el trofeo a Uruguay en 1930, a bordo del buque “Conte Verde”, que zarpó desde el puerto de Villefranche-sur-mer, al norte de Niza, llevando también a las selecciones de Francia, Rumania y Bélgica que participaron en ese torneo ganado por el país anfitrión.


Los mundiales de 1934 y 1938 tuvieron como vencedor a Italia. En aquel país estaba la copa cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. El vicepresidente de la Federación, Ottorino Barassi, la tenía guardada en una bóveda de un banco en Roma, donde no estaba segura. En cuestión de pocos meses ya todos conocían el hecho de que Hitler y sus nazis eran ladrones de obras de arte y objetos valiosos, expoliando fortunas a lo largo y ancho de territorios ocupados. Por ello, intuyendo que, después de registrar el banco, la Gestapo confiscaría el trofeo, tomó la decisión de sacarlo de la bóveda en secreto, llevárselo a casa y esconderlo en una caja de zapatos.

La policía secreta alemana registró bancos y bóvedas en búsqueda de la copa, hasta que un día tocaron la puerta de Barassi para allanar su casa. Los portadores de la esvástica registraron todo el inmueble sin conseguir lo que deseaban. El interrogatorio fue riguroso, plagado de amenazas, pero don Ottorino supo mantener la calma y mentirles a la cara, diciendo que la copa no estaba en Roma, sino en Milán.

Los agentes creyeron en su palabra y partieron en dirección a la capital de Lombardía. Al cerrar la puerta, viéndolos alejarse por la calle, suspiró aliviado, derramando lágrimas al saber que acababa de sortear un trágico final gracias a un golpe de suerte. Los oficiales habían revisado todo rincón, gaveta, repisa de libros, gabinetes y closets de su hogar, cualquier lugar menos debajo de la cama, donde ocultaba la caja de zapatos.

En 1943, cuando entraron las fuerzas aliadas a Italia, Barassi, a través de su abogado, Giovanni Mauro, la puso en manos de Aldo Cevenini, un ex jugador del AC Milán que la guardó en su casa de campo en Bembrate di Sopra, a las afueras de Bérgamo, donde se mantuvo hasta 1947, dos años después del final de la guerra. Entonces fue devuelta a la federación, luego enviada a Brasil para el Mundial de 1950 que ganó Uruguay en el famoso “Maracanazo”.

La copa pasó después por los países que se coronaron campeones como Alemania en Suiza 1954 y Brasil, selección que repitió el podio en Suecia 1958 y Chile 1962. El Mundial de 1966 fue en Inglaterra, país donde había nacido ese deporte un siglo antes. En aquella oportunidad, durante los meses previos a la gran cita del fútbol, fue puesto en exhibición en el Central Hall Westminster, hasta que el 20 de marzo al mediodía, mientras celebraban una ceremonia religiosa en el sitio, alguien entró por la puerta trasera y hurtó el trofeo.


La noticia sacudió al mundo y figuró como titular en todos los periódicos y estaciones de televisión. A falta de cuatro meses para el inicio del torneo, el premio había desaparecido. Scotland Yard se encargó de las investigaciones, pero sin dar con pistas acerca de su paradero, o la identidad del criminal. Tal fue el pánico y desesperación de los organizadores del evento, que, en estricto secretismo, pidieron al platero George Bird hacer una réplica.

Una semana después, el presidente de la Football Association, Joe Mears, recibió una carta de secuestro escrita a máquina y firmada por alguien que se hacía llamar Jackson. Exigía la cantidad de quince mil libras esterlinas por devolverla. Mears se comunicó inmediatamente con Len Buggy, Detective Inspector de Scotland Yard, quien ideó estrategia para capturar al tal Jackson y recuperar el objeto. Haciéndose pasar por Mears, acordó reunirse con él en un parque para realizar el intercambio, al que llevaría la supuesta recompensa, un maletín relleno de resmas de papel y escasas fajas de billetes. El agente se presentó en la fecha y a la hora pactada en Battersea Park, tomó asiento en el banco indicado y aguardó paciente hasta que alguien se aproximó a preguntar si tenía el dinero. Eso bastó para detenerlo.

Jackson era, en realidad, un soldado cuarentón y retirado de apellido Belchey, quien alegaba no ser el autor intelectual del delito, inventando la excusa de fungir de intermediario con la pandilla que había orquestado el robo. Ellos tenían la copa, él únicamente debía recolectar el dinero. A los pocos días de su detención un señor llamado David Corbett, paseando a su perro “Pickles” por el parque dio fin al misterio al meterse a husmear entre unos arbustos. El dueño trató de continuar el camino, pero la mascota se negaba, ladrando y escarbando en la tierra hasta dejar al descubierto lo que parecía un adorno envuelto en periódico. Al darle con el pie sintió su peso y el perro rasgó el papel, dejando a la vista el brillo dorado de la diosa griega de la victoria.



“Pickles” se convirtió, de la noche a la mañana, en celebridad canina más afamada que el propio “Lassie”. Gracias a su hallazgo la copa fue entregada por la reina Elizabeth II al capitán Bobby Moore, cuando los leones ganaron esa final contra Alemania Federal. El perrito y su dueño, fueron invitados de honor a la cena en celebración del campeonato con los jugadores. Se le dio puesto en la mesa junto al resto de los comensales, brindaron en su nombre y esa noche salió condecorado con medalla de la Liga Nacional de Defensa Canina, así como un premio de suministro vitalicio de la marca de alimentos, que más le gustaba. Después de aquello hasta protagonizó una película de comedia, titulada “Un espía con la nariz fría” junto a Eric Sykes y la actriz June Whitfield. Tal es su legado, que su collar y chapa se pueden ver como piezas en el Museo Nacional de Fútbol en Manchester.




Además del simpático relato de “Pickles”, esa octava edición del torneo dejó también para la posteridad un hecho curioso y algo jocoso. Inglaterra es el único país que ha perdido y ganado una copa del mundo el mismo año.

Así llegamos de nuevo a esta final de México 1970, cuando se la queda Brasil en un para siempre que no dura mucho al volver a ser robada. La Copa Jules Rimet nunca apareció y la historia de quiénes cometieron el crimen, así como dónde fue a parar salió a flote un año después.

Según dicen, el plan fue orquestado por Sergio Pereyra durante una partida de cartas, junto a José Luiz Viera da Silva y el ex policía Francisco José Rocha Rivera. El único que no quiso formar parte del asunto fue Antonio Setta, quien, al principio, pensó que bromeaban.

Un año después de aquello, Setta denunció ante las autoridades la conversación de aquella noche de póker, así como la identidad de los implicados en el robo de la estatuilla. Sus moradas fueron requisadas, los tres fueron arrestados y sometidos a un proceso de rigurosos interrogatorios en los cuales, por fin, revelaron el último destino de la estatuilla. Había sido entregada en manos de un joyero y reductor con el cual Rocha Rivera traficaba oro robado. El negocio se llamaba “Aurimet”, quedaba en el centro de Rio de Janeiro y su dueño era el argentino Juan Carlos Hernández.

Los cuatro cómplices fueron sometidos a juicios y pagaron presidio, pero de la copa Jules Rimet no quedó ni el rastro al ser fundida.