El 30 de agosto se cumplen nueve años del fallecimiento del conocido huelguista.
Franklin Brito el Quijote que se marcha
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El 30 de agosto se cumplen nueve años del fallecimiento del conocido huelguista. Como adelanto se publica el primer capítulo Franklin Brito, anatomía de la dignidad, de Faitha Nahmens Larrazábal, libro en proceso de edición


1/ La báscula se detiene en el mítico 33. Son los kilogramos que pesa Franklin José Brito Rodríguez cuando, pasadas las 9 de la noche del lunes 30 de agosto de 2010, exhausto y consumido, luego de permanecer casi nueve meses internado contra su voluntad en el Hospital Militar Carlos Arvelo de Caracas, es declarado clínicamente muerto por los médicos a cargo; de seguidas dan el parte a la familia.

Sentí como un desgarramiento, un dolor inmenso aquí, en el pecho. Rompimos en llanto. No lo podíamos creer.

Abatidos, el corazón en la boca, Elena de Brito y los cuatro hijos, Francia, Ángela y los gemelos Franklin José y José Franklin, impelidos por aquel mazazo, van en tropel al desangelado espacio del área de terapia intensiva donde estaba recluido el porfiado agricultor, el biólogo que desafió al statu quo, el agraviado pacifista de las nueve huelgas de hambre. Frío inmenso.

No, no era este el desenlace que imaginábamos, ¡por supuesto que no! Aunque parezcamos unos ilusos, la verdad es que nunca perdimos la esperanza. Hasta el último minuto creímos que él se iba a reponer y que por fin se arreglarían las cosas.

Descarnado, sucinto, casi etéreo, una línea tan vertical como su condición ética, parece una hendidura en la cama donde yace. Noche aciaga en la que languidece el luchador corajudo, el venezolano a quien le calzan los zapatos de Gandhi y Mandela, el Quijote que se marcha; hacen una cruz su figura de palo y el bigote espeso que tapiza de un lado a otro las escurridas mejillas. Piel fatigada a una secuencia de huesos adherida, aquella figura devastada, quebrantada, deshabitada, que cuando todo comenzó pesaba 105 kilos, no le hace justicia a lo inmensurable que comienza a ser su peso histórico, el de su epopeya; siete años de resistencia pacífica acreditan el calificativo.

Sospechamos siempre de la nobleza de intenciones de la directiva del hospital; para empezar, las dudosas condiciones de salubridad de aquella improvisada habitación donde lo mantuvieron aislado. Salvo por honrosas excepciones, más que atenciones y cuidados, recibió maltratos. En realidad no era un paciente. Ingresó porque así lo ordenó un juzgado. Estaba en realidad preso, como si de un delincuente se tratara.

La caja torácica es una desproporcionada protuberancia a duras penas recubierta por aquel hollejo que transparenta el costillar. Silueta en tránsito, ahora inmóvil, ya no se expande ni se contrae afanosa. Acababan de hacerle la última reanimación cardíaca con electroshock, con infructuosos resultados. Horas antes han consignado un parte desalentador. El cuadro clínico es muy complicado: deficiencia respiratoria, pulmonía, hipotermia y daños severos en el hígado y los riñones; no tiene ni diez por ciento de lo que le correspondería de masa muscular; tampoco tiene defensas, las plaquetas están muy bajas. La autopsia, que le harán allí mismo, revela que agravó el ya crítico diagnóstico un choque séptico. Compromete su vida un paro cardíaco.

No, nunca se quejó, él asumió su papel como si sus carnes no le pertenecieran, pero no es difícil imaginar su dolor, dolor profundo en su alma y en su cuerpo cada vez más frágil. Como cuando traían el aparato de rayos equis y, sin alzarlo ni un poco siquiera, le deslizaban aquellas tablillas por debajo de la espalda. Tenía que ser para él un padecimiento, se le humedecían los ojos. Estaba cundido de escaras y el estrujón le arrancaba las costras. Sangraba.

Cuerpo lacerado y humillado, cuerpo descarnado que yace como el de un Cristo, cuerpo ofrendado gramo a gramo, y que se extingue de mengua tras el extenuante rosario de inmolaciones, se convierte en una síntesis elocuente del trance vivido.

Le cerré los ojos.

Cuerpo seco y desolado que por fuerza sucumbe, se transforma, paradójicamente, en la más palmaria expresión de su indoblegable voluntad.

Pero la más desesperada era Ángela.

Cuerpo que es un lacónico rictus, cuerpo afilado y punta de lanza, cuerpo marchito picoteado de agujas y extraviado bajo la madeja de tubos, se transfigura de inmediato en imagen inmortal.

Rezamos.

Cuerpo deshecho como daño colateral, nunca por su propio propósito, y que jamás agredió a ningún otro, se transmuta en símbolo de libertad.

En cuerpo insignia y marca de la batalla: la que libró sin bajar nunca la cerviz.

En cuerpo libelo y prueba fehaciente.

En cuerpo del delito ajeno.

En cuerpo barómetro de la debilidad de los organismos otros.

En cuerpo espejo de la indolencia.

En cuerpo vitrina del desdén padecido.

En cuerpo pancarta y cuerpo grito, que aunque inmóvil, se transforma en estruendoso ¡ay! al cielo.

Y el más esperanzado, él. Estaba seguro de que el gobierno, en algún momento, por fin, procedería con justicia. La víspera, cuando todavía estaba consciente, me tomó la mano y me dijo: Ten fe, Elena, volveremos a Iguaraya, tú verás, no me dejarán morir.