Por Carlos Sandoval - El reconocido psiquiatra y escritor desarrolló lo que denominó “historia fabulada”, que es analizada por el crítico y ensayista en el prólogo de “El vuelo del alcatraz”
Francisco Herrera Luque: “lo que es verdad no es cuento”
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Desde la publicación en 1972 de Boves, el urogallo, la narrativa de Francisco Herrera Luque intenta explicar, mediante el recurso de lo que llamó “la historia fabulada”, ciertos detalles oscuros y olvidados por la historiografía venezolana. Sus novelas recrean la existencia de personajes incómodos que justificaban, pongamos por caso, el derecho de la corona española a ejercer sin límites el gobierno de América, o detallan las acciones más polémicas de algunos de nuestros principales próceres. Así, la vida de José Tomás Boves, el sanguinario asturiano que acabó con la segunda República obligando, en el año 1814, a huir a la población de Caracas (entre quienes se contaba el propio Libertador) ocupa el escenario de su primera novela. Por su parte, la hegemonía de veinte familias caraqueñas validas de supuestos vínculos nobiliarios, controló la vida del país entre los siglos XVII y XVIII, una de las líneas anecdóticas más destacables de Los amos del valle (1979).

En otras de sus obras Herrera Luque se detiene en aspectos, si cabe, mucho más espinosos: los ascendientes raciales de un destacado patriota como posible causa de su fusilamiento (Manuel Piar, caudillo de dos colores, 1987) o las trapacerías de un par de compadres andinos que se reparten el control del Estado –Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez- durante 36 años (1899-1935); una lección bien aprendida, hacia el último tercio del siglo XX, por otro de sus paisanos: Carlos Andrés Pérez (En la casa del pez que escupe el agua, 1975).

Y es que la estrategia novelesca de Herrera Luque partía de una convicción: la historia que nos han contado, esa que se aprende en la escuela y en los manuales al uso, no es por completo cierta. Está plagada de contradicciones, de zonas escamoteadas por la repetición de candorosas hagiografías de héroes que impide, debido al exceso de claridad, percibir realmente los sucesos. Una cadena de errores que ha forjado una imagen falsa sobre importantes tramos de nuestro pasado. De allí su propuesta, desarrollada con amplitud en todas sus novelas, de fabular la historia, esto es, hacer de la enseñanza historiográfica una historia fabulada. ¿Pero qué significa tal cosa?

La frase resume una peculiar interpretación histórica con base en los aspectos biográficos de algunos participantes de la gesta independentista o, un poco más atrás, de la Colonia. Un análisis en clave narrativa que no solo desea corregir sectores de la Historia (con mayúscula), sino explicitar las condiciones de poblamiento y mestizaje que produjeron unas características biológicas y mentales específicas a las que denominó, en varios ensayos (Los viajes de indias, 1961, y La huella perenne, 1969), “la carga psicopática” del venezolano. A estos rasgos debe sumársele un ejercicio literario sui géneris que combina el material histórico con eficaces recursos compositivos.

Precisemos todavía más. En una nota de entrada a Boves, el urogallo el autor señala que su intención es construir un libro en el cual la historia del personaje sea “verídica”, “fabulada” y “verosímil”. De este modo, los lectores de la novela acceden a la puesta en escena de una poética que nace como necesidad para llevar a cabo el proyecto de echar correctamente el cuento de los anales patrios y clarificar, al paso, ciertos gestos idiosincrásicos de quienes han participado en esa relación. En Boves, el urogallo, y en todas las piezas creativas de Herrera Luque, las categorías verídico, fabulada y verosímil se realizan de la siguiente manera: verídico indica que los hechos narrados han sido tomados de la Historia, incluso si se trata de referir los pormenores de un personaje secundario para la historiografía oficial o de un suceso considerado por esa misma instancia como un avatar menor. Esto es, todo lo que se cuenta ha ocurrido en la realidad.

Entre tanto, la categoría fabulada se relaciona con las herramientas de expresión, con el tipo de discurso que suele emplearse en una obra de carácter ficticio. Aun cuando se trata de relatar hechos acaecidos, verídicos, la forma de contarlos no es la misma que suele aparecer en los libros de Historia. En este caso, la estructura novelesca es la que mejor sirve para captar la atención del lector; de ese modo se gana su aquiescencia al momento de reconstruir el ayer silenciado o, peor todavía, falsificado. Esta categoría es la que potencia la narrativa de Herrera Luque: gracias a ella el autor pudo trasladarse desde los pesados recuentos historiográficos hasta un modelo flexible que le permitió desarrollar personajes reales, históricos, moviéndose, si cabe el término, en un mundo creíble, más humano, pues Simón Bolívar, José Antonio Páez, Antonio José de Sucre no fueron dioses olímpicos, ni siquiera alcanzan el rango de semidioses. “Lo que es verdad no es cuento”, solía repetir Herrera Luque.

La última categoría, la de lo verosímil, resulta un elemento técnico asociado al fabular. Indica que la elaboración de una historia fabulada construida con personajes y hechos verídicos, reales, debe poseer un componente de verosimilitud para lograr el necesario pacto de credibilidad con el lector. Esto significa que los rasgos de los protagonistas y el dibujo de los acontecimientos deben mostrarse de manera natural, como si se tratara de fotografías de hombres normales, y de espacios localizables en la realidad externa a los textos.

Con todo, esta novelística se propuso un objetivo mayor: rectificar ciertas conclusiones históricas establecidas por quienes se suponen profesionales en la materia. Una labor que rebasa, con mucho, las simples pretensiones de hacer literatura, pero sin dejar de ser, paradójicamente, literatura.

Como quiera que sea, las obras de Herrera Luque suelen leerse en dos direcciones: atendiendo a los comportamientos novelescos de los personajes históricos y, sin duda lo más interesante, llevándonos a suscribir o a rechazar sus fascinantes sugerencias, apuntaladas en una rigurosa investigación, respecto de ciertos pasajes escabrosos de la historia venezolana.

El obsesivo interés de Herrera Luque por corregir apreciaciones falaces sobre nuestro pasado buscaba emancipar, ante todo, la figura de Bolívar –el mayor de nuestros próceres- del espacio mítico en el cual lo colocó el imaginario popular y, sea el caso de decirlo, cierta historiografía romántica e intransigente, para reubicarlo en su justa dimensión humana. De allí que el personaje siempre aparezca como referencia en todas sus novelas o como un cuerpo invisible que gravita el destino de las historias recreadas. Sin embargo, Herrera Luque nunca publicó en vida ninguna pieza donde el Libertador adquiriese rol protagónico, pues aunque en El vuelo del alcatraz (2001-2006), libro al que se refieren estas notas, Simón Bolívar interviene en casi todas las peripecias, la obra fue publicada diez años después de la muerte de su autor.

De manera que nos enfrentamos a una composición en la cual se ha obviado el “visto bueno” definitivo de su creador, un perfeccionista que, según cuenta R. J. Lovera de Sola, escribía siete veces cada uno de sus libros. Esta circunstancia explica por qué la novela tiene dos inicios: Herrera Luque no alcanzó a decidirse por alguno de ellos, pese a que concluyó la primera escritura general del texto el 15 de octubre de 1986.

No obstante las indecisiones de su apertura y el carácter de obra póstuma, El vuelo del alcatraz resulta una obra bien acabada. Tal vez, como ha señalado la crítica, haya sido parte de un proyecto biográfico que sobre el Libertador preparaba el novelista. Lo cierto es que sus páginas fijan con nitidez los altibajos emocionales de un “Bolívar de carne y hueso”, para decirlo con el nombre de un tomo de ensayos del mismo Herrera Luque, en su empeño por cristalizar y mantener el espíritu de la Gran Colombia.

Digamos, entonces, que la historia principal de El vuelo del alcatraz explora el ambiente de conspiración y descrédito surgido contra Bolívar como respuesta a su idea de establecer una extensa república suramericana, compuesta por los territorios que hoy corresponden a Venezuela, Ecuador, Colombia y Panamá. Fomentadas por José Antonio Páez, en nuestro suelo, y por Francisco de Paula Santander, en la Nueva Granada, estas componendas se transformaron en los actos preliminares que conducirían al naufragio de la unión. La tragedia del personaje consiste en no percatarse o en no querer asumir estas maquinaciones. Así nos lo recuerda el fragmento que precisa el título de la novela:

Yo te voy a decir una vaina Simón –dice Palacios-: si a lo largo de tu vida fuiste gavilán para caer certeramente sobre tus enemigos, ahora te estás pareciendo demasiado al alcatraz viejo, que si joven es tan rápido como el otro pájaro, al perder la vista se estrella contra las rocas (Herrera Luque, 2006, p.5)

En torno de esta anécdota básica giran otras que, desde una perspectiva histórica y sin desmedro de la funcionalidad literaria, sirven para interpretar los avatares políticos e ideológicos asociados a las tensiones generadas en las casas militares, y en las élites civiles, según se iba definiendo la emancipación de la América hispana. Verbigracia: el sordo conflicto entre “reinosos” y venezolanos acicateado por los denigrantes comentarios de Santander, el juicio y sentencia de Manuel Piar, la visión de Páez acerca de los bogotanos, los ásperos encuentros de Bolívar y Sucre, la soldadesca llanera y su modo de relacionarse con el tío José Antonio, el Congreso de Angostura, el intento de magnicidio, El Paso de Los Andes.

Una historia menuda impacta por su drama: el reencuentro del Libertador con su novia caraqueña y el mortal desenlace de ese idilio. Destacan, por igual, aquellos pasajes saturados por los recuerdos de un hombre que prefirió el sacrificio de enfrentar a un imperio y no la muelle vida de los de su clase, sin duda la más alta en la escala social y económica de su tiempo.

La novela se cierra en Puerto Cabello, el mismo lugar donde se da inicio (primera versión) a este viaje nostálgico o lúgubre, según se vea, por los derruidos caminos de una larga contienda: la del imaginativo Simón contra sus sueños, la del Bolívar estadista contra sus correligionarios. Herrera Luque traza un arco que va desde 1812 hasta 1826 y muestra, de nuevo, su versión de los hechos. Historia fabulada o novela, como se quiera, pero auténtica en virtud de la necesidad que tuvo el narrador al escribirla, en tanto miembro de una comunidad nacional, para aclararse a sí mismo y a nosotros uno de los más torvos episodios del durar venezolano.